jueves, 22 de diciembre de 2011

La mano de Fátima, de Ildefonso Falcones.





Tras "La catedral del mar" Ildefonso Falcones nos brinda una obra de vasta extensión sobre la represión de la comunidad morisca y posterior expulsión de los reinos hispanos.

El argumento parte de la rebelión de las Alpujarras en 1568 por parte de un pueblo a quien se le había despojado mediante orden real de su religión, lengua, vestimenta y costumbres. El protagonista, Hernando Ruíz, iniciará una aventura forzosa entre dos culturas, que le llevará posteriormente, deportado, a encabezar un clandestino movimiento de preservación de la religión musulmana en la ciudad de Córdoba.

Libro de un lenguaje formal altamente correcto (eso sí, sin floritura alguna ni pretensión estilística más allá de ésto), lo que es de ensalzar aunque parezca mentira en el actual panorama de la novela comercial (recuerdo que intenté hace poco, y hay que fijarse en el verbo "intentar", leer una novela escrita con el pie, de una tal Kate Morton, que me hizo ver la perspectiva de la muerte con unos ojos más liberadores). La narración de Falcones, como he dicho, es correcta, de un lenguaje sencillo y accesible como cabe esperar de un best-seller pero sin relajarse hasta el punto del descuido, defecto del que suele adolecer la novela ligera. Hasta aquí todo como en su anterior novela.

La mano de Fátima.
Sin embargo la trama y el diseño de personajes difiere ligeramente. Los conflictos planteados inicialmente suelen tener un desarrollo rápido, sin incurrir en la precipitación (excepto hacia el final de la novela), para generalmente resolverse en situaciones bien enlazadas con la anterior y que además suelen deparar una ligera sorpresa, así como abrir una nueva incógnita que nos deja siempre con la curiosidad de proseguir. Es decir, Ildefonso Falcones da una vuelta de tuerca hacia la novela más puramente comercial, adaptándose perfectamente a las pautas de ésta, y saliendo del intento con mucha dignidad, pues el resultado es un libro altamente entretenido, que a pesar de su considerable (casi mil páginas) desarrollo no aburre prácticamente en ningún momento. En el diseño de personajes parece haber reflexionado sobre su anterior novela, en la que el protagonista se quedaba durante años sin motivación alguna, al menos explícita, y también sin desarrollo emocional que puediera guiar al lector a través de la senda de la identificación, fundamental en toda narración de este tipo. En el caso de Hernando sin embargo hace un esfuerzo especial por explicar cada uno de sus razonamientos, sentimientos y dudas ante los conflictos que se le plantean. Sin embargo, a pesar de este esfuerzo, el autor no consigue esa comunión entre el conflicto planteado y el lector cuya consecución debería ser la catársis resolutiva. Y es que a pesar de su corrección formal la novela, como su predecesora, carece de profuncidad emocional y dramática, o lo que es lo mismo, por el momento, en mi humilde opinión, Ildefonso Falcones no es tanto un "escritor" como un "novelista". También hay que añadir que ofrece cierta descompensación entre los personajes, pues algunos secundarios fundamentales en la trama son tan planos que da grima, como la madre o la esposa.

La difícil adaptación histórica de cualquier ficción de un tiempo pasado parece ser el terreno que mejor pisa el autor. Lo demostró con la Catedral del Mar, y lo sigue demostrando, más si cabe, con La mano de Fátima. No es sólo que al finalizar el libro nos cite sus fuentes y además nos dé una explicación de por qué ha escogido tal trama o tal otra según ésto, que bien sería de desear en otros autores, sino que aunque no lo diga, se nota. Y ésto es porque en cada uno de sus capítulos la novela rezuma buena adaptación, de la rumiada y bien digerida antes de escribir, en la que a veces incluso se puede atisbar ese esfuerzo titánico que siempre es intentar mostrar una mentalidad extemporánea a otra, la del lector, contemporánea. Además, en el caso que nos ocupa debe ser especialmente difícil, dado el caso de xenofobia y exaltación de las identidades y costumbres en el conflicto. Falcones sale con bien de tan extraordinario empeño.

Embarco de los moriscos en el Grao de Vinaroz.

Lo peor de la novela: La resolución de algunos conflictos y la generación de otros hacia la culminación de la narración no parten de una motivación y maduración adecuada de los personajes, sino que los lanza en unas actitudes abruptas con lo anterior, y por lo tanto pierden credibilidad. El final inesperado de Brahim, sempiterno enemigo del protagonista, precisaba de una mayor tensión catártica en su final, y sin embargo exaspera la resolución que proporciona para pasar rápido a otras soluciones. Las acciones de la madre, hacia el último tercio son tan inesperadas por insuficientemente explicadas que resulta ridículas. Algo similar le ocurre con la esposa. Recordemos que ya había sucedido esto con el personaje de Juan de la anterior novela, cuyo cambio de pensamiento y conducta es tan brusco que uno se vuelve loco buscando una motivación que Falcones en ningún caso da. Y eso es un fallo, un fallo muy grave. Y además no son los dos únicos personajes con los que ocurre ésto, sino que el autor, en su afán de forzar la salida que para el protagonista ha previsto, utiliza futilmente, con una superficialidad rayana en la desidia, a personajes que debieran ser clave en la historia, como los hijos engendrados con su esposa musulmana hacia el final de la historia. Parece ser que el único momento en el que el autor da el do de pecho, con una narración medida y progresiva hacia exaltación emocional, es en el momento de la expulsión definitiva, y la situación de tensión que se produce en su familia cristiana. La resolución de éste momento alcanza cotas de paroxismo catártico que no se ven en ningún otro lado de la novela.

Lo mejor de la novela: el gran esfuerzo de documentación histórica y posterior adaptación al diseño de personajes y la trama. Como comprendo que no es un empeño fácil, y que no suele prodigarse mucho entre el gremio, aunque debiera, me parece digno de todo elogio. También es digno de mención el hecho de que no haya descuidado una prosa sencilla pero estable y correcta en todo momento. No es algo que se suela ver. Quizá a alguien pueda sorprenderle ésto, pero el caso es que algunos de los escritores de éxito no saben escribir, pongamos de ejemplo a la Kate Morton anteriormente mencionada, o a Julia Navarro ("La Biblia de barro"). Sabiendo ésto es de agradecer textos como el presente.

Conclusión: una novela mejor hilvanada que su predecesora, que no suele decaer en casi ningún momento, y que se erige finalmente como en un producto muy entretenido, aunque sin pretensiones literarias.

viernes, 4 de noviembre de 2011

LAS AVENTURAS DE TINTÍN: EL SECRETO DEL UNICORNIO, de Steven Spielberg.





Tras ver ésta película de Spielberg uno sale con el ánimo de que todas aquellas adaptaciones de un cómic realizadas últimamente quedan relegadas a un segundo plano. 

El argumento se basa en tres de los cómics del famoso creador del personaje, Hergé. El descubrimiento de un mensaje secreto oculto en la maqueta de un antiguo barco de guerra, el Unicornio, llevará a nuestro personaje a indagar la causa de este misterio. En su camino será acompañado por su inseparable fox terrier, Milú, y descubrirá a un curioso marinero que parece formar parte intrínseca de la trama, el Capitán Haddock. Juntos vivirán peripecias que les llevarán desde las procelosas aguas del mar a bordo de un barco, pasando por un inolvidable viaje en avioneta, hasta un país del Magreb en un sinfín de acciones y persecuciones trepidantes.

Muchas, muchas son las cosas para comentar de esta película, desde un guión soberbiamente elaborando en el que la unión de tres de los cómics ni tan siquiera se intuye, ni por las costuras.  De agradecer es la dosificación de las notas de humor a lo largo de la trama. La magistral adaptación de los diálogos originales a un diseño de personajes espectacular, en el que más de un rostro nos recordará no sólo a los personajes del cómic, y en el que el valor icónico del original no pierde ni un ápice gracias a la gran labor realizada digitalmente, que combina una imagen 100% realista con personajes propios de la historieta sin que chirríen lo más mínimo. Pero sobre todo esto, y con diferencia, destaca un valor que al inicio sorprende, para no dejarte apartar los ojos de la pantalla poco después, y deslumbrarte como pocas cintas pueden conseguir al final. Ese valor no es otro que la dirección de Steven Spielberg. Puestas en escena que varían en imaginación y recursos para presentarnos lo que va a ocurrir (maravilloso el comienzo en el que el cineasta presenta lo que él mismo ha hecho con el personaje, al mostrar un retrato de un pintor en una plaza, extraído del cómic, y a continuación la cara de Tintín digitalmente), transiciones de una gran imaginación en las que a menudo combina travellings con reflejos y objetos de otro momento que nos transporta en un alarde de creatividad a la siguiente secuencia, y además conjugadas a menudo con metáforas visuales que harán las delicias de cualquier aficionado al cine. Las secuencias de acción desbordan recursos que nos retrotraen a otras películas del cineasta, como Indiana Jones. Pero ésto no sólo no lastra la cinta, ni nos da una sensación de manierismo manido, sino que pasa a través de la retina como una especie de recurso de maestro consagrado que además te hace disfrutar con lo mismo que ya te pareció genial una vez. Un prodigio de ritmo narrativo en cada una de las secuencias, medido minuciosamente, al milímitro, que te hace contener la respiración, como por ejemplo en la escena de la batalla naval, donde casi uno parace intuir un prurito de "mirad y aprended" destinado a otras recientes cintas de piratería (que por cierto, sin ser nada desestimables en su dirección, no consiguen llegar a la suela de los zapatos a lo que aquí se ve). Ni que decir tiene que Spielberg ha aprovechado en todo lo que podía dar de sí el rodaje y postproducción en 3D, creando movimientos de cámara que hubieran sido imposibles en imagen real.

Lo peor de la película: Se echa de menos que las escenas de distensión se alarguen un poco más, para contrarrestar eficazmente la acción, que puede llegar a ser arrolladora. Ésto puede provocar que la atención se distraiga en alguna escena, como la de unas grúas portuarias que en mi opinión sobra y llega a ser bastante confusa. Hemos de añadir el hecho, que no lastra la cinta, de que el verdadero protagonista no parece Tintín y está en realidad poco desarrollado, a diferencia del Capitán Haddock.

Lo mejor de la película: Sin dudas la genialidad creativa y desbordante de Steven Spielberg, que supura talento por cada uno de sus planos. En cuanto a personajes resalta con brillo propio, y llega incluso a eclipsar a todo lo demás, el Capitán Haddock, quien no sólo se reviste de los mejores diálogos, sino que probablemente protagonice las mejores secuencias de la cinta, una cinta hecha con mucho, mucho mimo.

Conclusión: llegará casi al final de la película dándose cuenta de que el bote de palomitas que tiene al lado está intacto y de que no ha despegado la vista de la pantalla en ningún momento. Mucho oficio, talento, y una inspiración como nunca creí que volvería a ver en un Spielberg que consideraba casi agotado en acción tras la última secuela de Indiana Jones, es lo que me he encontrado, con sorpresa primero y entusiasmo al acabar. El único "pero", quizá, sea la excesiva acción.

sábado, 24 de septiembre de 2011

El año del diluvio, de Eduardo Mendoza.




Una más de las gratas sorpresas de este polifacético autor. En este caso un cambio notable de registro para presentarnos un melodrama breve e íntimo que no deja indiferente tras su lectura.

El argumento arranca en una zona rural del interior de Cataluña donde una joven monja es nombrada Madre Superiora de un hospital para pobres carcomido por los años y la desidia presupuestaria en la década de los años cincuenta. Allí emprende el proyecto de reconvertir el hospital en un asilo para ancianos, y en la búsqueda de financiación conocerá a un rico terrateniente de las proximidades, encuentro que cambiará su vida para siempre.

La trama, que en un principio parece manida y previsible, tiene hacia su desenlace más de una sorpresa que le confiere riqueza y mantiene vivo el interés, no tanto en los hechos (pues no es una novela de hechos) como en el viaje vital por las emociones de la protagonista, viaje que hacia el final descubrimos que hemos compartido todos en algún momento, y con sorpresa cerramos la última página evocando junta a la protagonista la parte más recóndita e íntima de nuestros recuerdos.

La narración de unos hechos luctuosos en el más directo terreno del romanticismo podría haber hecho de esta novela una sucesión de párrafos preñados de salsa rosa, tendente a lágrima fácil y las situaciones morbosas. Sólo el hecho de que el autor, un genio de la narración, haya impreso un estilo directo y llano, sin artificios y huyendo de toda provocación en el sentido del drama facilón hace que esta novela pase a ser el gran relato intimista y directo que comulga con el sentido universal de la vida que todos podamos llevar dentro.

Lo peor de la novela: es dificilísimo encontrarle peros a este libro, pero uno de ellos es precisamente el hecho de que el autor se ha documentado mucho. Quizá el prurito de ser minucioso y exacto en la descripción de los hechos históricos haya hecho incurrir en el error de detallar en exceso las lluvias torrenciales que acaecieron de verdad. La tormenta exterior que coincide con la tormenta interior de  la protagonista debe acompañarla, no restarle protagonismo. Por lo demás el libro es impecable.

Lo mejor de la novela: Varias cosas. Algunas ya las he comentado. Otras, como la aparición y discurso del maquis en la montaña son una revelación del sentido de la novela. La contraposición entre realidad y utopía, entre las emociones y nuestros actos,  entre individualismo y dimensión social , y la paradoja de la vida que de ello se deriva en relación con la historia, es entrañable e impactante a la par. Todo un logro de narración que es para quitarse el sombrero. 

A modo de conclusión sólo una pregunta: ¿a la vuelta de la última página de cuántos libros se ha quedado uno en comunión y vibrando con las emociones de lo que acaba de leer? Éste es uno de esos pocos libros por los que uno piensa que sigue valiendo la pena leer.

martes, 20 de septiembre de 2011

Las Saturnales, de Lindsey Davis.






















Compré este libro con la ilusión de quien ha leído la Plata de Britania, un libro que si bien como trama detectivesca adolecía de carencias sí que era un soplo fresco al ironizar o satirizar la novela histórica romana a través del personaje Marco Didio Falco. Sin embargo "Las Saturnales", el XVIII volumen del mismo personaje, no me ha gustado.

El argumento gira en torno a la desaparición de un reo extranjero de Roma, una sacerdotisa germana perteneciente a la tribu de los brúcteros, que deja tras su huida la huella de un crimen. Recuperarla es vital para el Imperio, pues deberá figurar en la ovación que recibirá el general que la ha apresado para ser ajusticiada. La investigación correrá a cargo de nuestro personaje, Marco Didio Falco, quien en una misión anterior en Germania la conoció en persona y puede identificarla.

Lindsey Davis
La trama para ello a lo largo del libro es caótica, probablemente sin planificación alguna y además totalmente descompensada. Una vez superado el planteamiento inicial en los primeros capítulos el personaje se adentra en una sucesión de escenarios y personajes que no aportan absolutamente nada a la consecución de la investigación, y que tampoco crean ni pistas ni nuevas intrigas al final de cada capítulo para mantener la atención del lector, algo que puede parecer banal pero que en realidad es esencial en la estructura de una novela ligera de trama detectivesca. O lo que es lo mismo, el libro aburre soberanamente porque no sucede nada hasta los últimos capítulos. Además el protagonista se rodea de una pléyade de familiares y coadlateres que ocupan gran parte de las páginas sin que se sepa para qué, pues no tienen apenas función alguna dentro de la novela. Algo de todo esto debe saber ya la autora porque se lo habrán repetido en más de una ocasión, ya que en el capítulo X escribe "Quizá algunos os preguntaréis por qué fui a la caupona [una taberna]. No encontré pistas, no busqué a testigos útiles, no descubrí ningún cadáver y no hice ningún llamamiento público para que se presentaran los informantes. No logré nada para el caso y un pedante argumentaría que no hay razón para describir la escena, pero éstos son mis recuerdos y voy a incluir en ellos cualquier cosa que me interese, ¡no faltaría más!" No, Lindsey, no. No hace falta ser un pedante para darse cuenta de que la mayoría de capítulos son exactamente así. Y probablemente no te lo haya dicho un pedante, sino alguien que como yo se ha aburrido con tu libro.

Lo mejor de la novela: sin duda la ironía que destila el estilo ligero y transgresor de la autora, que como ya he dicho anteriormente, en mi opinión supuso un soplo fresco y divertido dentro del género de la novela histórica. Añado también la generalmente exhaustiva documentación histórica que maneja la autora y de la que hace gala en todos los capítulos. Se agradece. Sin embargo en el capítulo XIII confunde a Calígula con Nerón: "Finalmente cuando Nerón murió y Claudio llegó al poder..." La secuencia de emperadores correcta es, para el profano, Calígula, Claudio, Nerón, y no al revés. Dada la erudición de la que hace gala generalmente supongo que debe tratarse de un lapsus, o bien de un error de edición.

Restitución infográfica del Foro Republicano.
Lo peor de la novela: sin duda que la trama es una llaga supurante en la piel del subgénero detectivesco. La mayoría de las páginas se podría haber suprimido (para la consecución del misterio) de un solo plumazo, pues no sólo no aportan nada, sino que consiguen lastrar totalmente el libro aburriendo soberanamente. La proliferación de personajes, entre los que se cuentan diez legionarios asignados al mando del detective, dos o tres esclavos con el único objetivo de sacarlos a escena a menudo sin ninguna función, o los numerosos familiares del protagonista y su esposa, que tampoco sirven para nada y cuando realizan algo dentro de la trama es tan forzado que da grima leerlo, pues la proliferación de estos personajes, como decía, no sólo ayuda al hastío general de la obra, sino que además consiguen exasperar a cada página que lees.

La conclusión: una novela ligera (es decir sin mensaje o trasfondo o doble lectura) debe ser algo agradecido de leer, entretenido o en ocasiones divertido. Esta novela no consigue ninguna de esas premisas, y aburre por la saturación de párrafos sin contenido alguno para la consecución de estos fines. El buen sabor de boca que me quedó tras "La plata de Britania" (primera novela de la colección) se ha diluido totalmente en un mar de descripciones y personajes anestesiantes.

Perteneces a una selecta élite.


Ponerse un TRAJE en privado cuando no sabes lo que es llevarlo para trabajar es sumamente elegante. Aderézalo con unas ZAPATILLAS DEPORTIVAS para mostrar al mundo tu buen gusto de treinteañero trasnochado con ínfulas de adolescente frívolo. En esa misma celebración una copa de la más exquisita cosecha de COCA-COLA ZERO demostrará que eres un tío sano que nunca ha tenido tratos con algo tan carca como un vino. Cuando viajas intentarás impregnarte de la cultura y gastronomía del lugar yendo a la mejor cadena de COMIDA ORIENTAL RÁPIDA, pues probar los platos de un pueblo es algo que a ti, galán de la afectación, jamás te ha provocado nada en el paladar más allá de la indiferencia. Y para culminar publica tus fotos a los cuatro vientos con palabras en un IDIOMA EXTRANJERO del que nunca has hecho uso en tu vida cotidiana, a pesar de que la mayoría de tus amigos son españoles y algunos no las pueden comprender. Enhorabuena, has entrado a formar parte de una DIMINUTA ÉLITE que sólo entre unos pocos se pueden relacionar. Los que formamos parte de "LOS OTROS" te echaremos de menos, pero seguiremos disfrutando de la vida de verdad. Por cierto, no he escrito esto ni en FRANCÉS ni en ITALIANO.

Un cordial saludo, amigo.
Pedro Peña.

domingo, 11 de septiembre de 2011

La senda del friki. Capítulo III: Fugitivo


Capítulo III: Fugitivo.

I

Había caminado durante más de veinte minutos cuando apareció a mi vista la gasolinera. Aunque caminar no es la palabra precisa, ya que el despertarme en un charco de lodo junto al mar rodeado de algas y cangrejos me permitió observar de cerca la inconmensurable belleza rocosa y árida del levante español, a fuerza de trepar y escalar, y en ocasiones rodar, por la pendiente de los riscos hasta llegar a la carretera. Me hacía cruces por estar relativamente ileso, y tener mi cuerpo sólo cubierto por un sinfín de cortes sangrantes y contusiones de diverso tamaño que no me impedían la movilidad. La gasolinera presentaba ese aire postmoderno de estación espacial (con precios de estación espacial) que había sustituido la noble esencia cutre española por otra más multinacional que nos imbuía de orgullo patrio ante la imaginaria prosperidad económica lograda. Alcancé exhausto y tambaleante el surtidor de agua, y con una satisfacción obscena bebí a gollete entre jadeos y aspavientos de alivio, para asombro de un conductor que repostaba a escasos metros. Una vez que me hube saciado y esparcido por todo mi cuerpo el delicioso líquido avancé con la decisión de un pato mareado hasta la entrada del local, donde habían situado unos estantes con los periódicos del día. Antes de poder traspasar la puerta apareció por ella el encargado del establecimiento, en ese momento alias “la salvación” para mi fuero interno. Me abalancé sobre él con preces en la boca y me dispuse gentilmente a explayarle todo el martirio sufrido a fin de que acudiera la policía, pues estaba convencido de que a la luz del día y sin el absurdo equivoco de la noche anterior todo se solucionaría y yo quedaría exonerado no sólo de culpa sino limpia mi honra. En ese preciso instante una imagen impresa en los periódicos, en primera plana, atrajo poderosamente mi atención. La escena me era muy familiar. ¿Quién era ese personaje estrambótico? Me vino a la mente la foto de la comunión sobre el aparador del pasillo de casa. ¡Era yo! Cubierto de sangre hasta las cejas, en una mano el cuchillo de cocina y el muerto a los pies. Dirigía a la cámara una sonrisa de oreja a oreja, resaltada por mis ojos alucinados, lo que me confería cierto aspecto de desequilibrado malintencionado que me ofendió profundamente. “¡El asesino de la sonrisa!” anunciaba la publicación a toda página.

-¿Qué quiere? –indagó de repente el encargado. Con un raudo gesto apoyé mi mano sobre la portada de la pila de periódicos, ocultando en lo posible la fotografía.
-¿Es a mí? –respondí dirigiéndole una sonrisa encantadora, que al calor de la foto que me quemaba la palma troqué en interesante mueca de persona indiferente.
-¡Joer! No, mi prima la del pueblo, si le parece –y para enfatizar la expresión no dudó en sorber sonoramente la nariz hasta el punto de temer por un atragantamiento, hipótesis que se empeñó en demostrar como imposible con un gran gargajo sobre el asfalto, mientras se limpiaba los restos con el dorso de la mano. Miré con desesperación hacia el interior, donde entre otras chucherías hallé un gran número de revistas, libros y entregas por fascículos.
-Yo… yo… ¡quiero una revista!
-¿Y sabes el nombre o jugamos al veo veo para adivinarlo?
-¿Tiene la revista El manga de hoy?
-No.
-¿Anime de hoy y de siempre?
-No.
-¿No somos frikis, somos personas?
-No.
-¿Hentai para onanistas inadaptados?
-No. –entonces, al parecer harto de soportar el peso de su propia ignorancia como complacido le puse de relieve con algunas de las publicaciones de más peso del momento, colocó las manos en jarras y soltó un sonoro bufido con aspiraciones a suspiro.- Tengo la revista Tetas calientes, chochitos complacientes.
-Me vale.
Y giró hacia el sombreado resguardo de la tienda no sin antes despedirse con una mirada de soslayo acompañada por un manoseo de sus atributos viriles que parecía indicar que algo no le cuadraba.

Yo, lógicamente, aproveché para escabullirme lo más sigilosamente posible, pues no me cabía la menor duda de que en cuanto reparara en los periódicos llamaría a las fuerzas del orden, a quienes, tras ver mi foto publicada, ya no estaba nada seguro de querer visitar.

II

Caminaba por el arcén sumido en un mar de dudas. ¡Yo un asesino! Gracias a Dios mis facultades mentales parecían intactas  e hice, con el gran sentido lógico que domina mi conducta, lo que me pareció más apropiado. A saber: me despojé de la ropa que aparecía en la fotografía tras un arbusto de la cuneta, le di la vuelta a los pantalones y a mi chaqueta y volví a colocármelos. El forro de esta última, de una suave y cálida piel de yak, me hacía parecer un pastor surgido de las montañas. Esa era mi intención, asemejarme a cualquier otra cosa menos al personaje que aparecía en los periódicos. De todas formas el cuero exterior estaba cortado aquí y allá, cuando no desprendido, y suspiré amargamente por la pérdida de una prenda que tan bien empatizaba con mi cultivada sensibilidad. Comprobé que los cortes de mi piel apenas eran unos rasguños, pero los golpes de las últimas horas me habían dejado magullado y dolorido, con cerúleos cardenales que al verlos me hicieron sorber los mocos de pura grima. No era justo. Yo debería estar mimado y consentido en un hospital, tumbado cómodamente en una cama con las últimas ediciones de mis mangas preferidos y una enfermera de labios carnosos que asomara ligeramente sus encantos sobre mi cara toda vez que me tomara la temperatura. Pero me sumía en ensoñaciones de nuevo. Me dije a mí mismo que el hecho de pensar en mujeres y no en mis heridas era síntoma de que ningún órgano vital estaba dañado, y haciendo acopio de la templanza típica de un japonés medio en la era feudal decidí dedicar mis prodigiosas dotes deductivas a poner las ideas en claro antes de acudir en busca de ayuda.

La cosa estaba así a mi modo de ver:

a)    Un matón sodomita había asesinado a una persona.
b)    La policía me había confundido con el asesino.
c)    Luego yo era sodomita.

No, no, no. Replanteemos lo sucedido. Un delincuente me había confundido con otra persona. Ese delincuente le había dado matarile rile a un señor de traje en el mismo lugar donde había tenido a bien dejarme una vez golpeado e inconsciente. La policía (a la que ahora consideraba falta de paciencia y afortunadamente de puntería) me había tomado en un nefasto lapsus con el homicida por el simple de hecho de encontrarme con el arma y el cadáver. Y ahora era buscado como el enemigo número uno de la ciudad. Tuve en cuenta que mis huellas estaban tanto en el cuchillo como por toda la habitación, que yo estaba allí cuando se produjo el óbito del individuo como a bien tendría en poner de relieve el forense y sobre todo que multitud de testigos policiales y una foto sugerían que yo era una especie de indio salvaje a punto de arrancar el cuero cabelludo a su presa. Si me entregaba para contar la verdad me regalarían unas bonitas pulseras de acero y el juez me proporcionaría mi primera vivienda en una cómoda celda de la cárcel. ¡Y alguien como yo no podía ir a la cárcel! Con diferencia sería la reclusa más cotizada del entorno, y eso no encajaba precisamente ni con el concepto de buen vivir que yo anhelaba ni con las sutilezas románticas de una vaselina aromatizada. Emití un agónico lamento por haber pasado a ser sin comerlo ni beberlo el personaje trágico de una de esas historias griegas en forma de diálogo que leen los carcas. La foto estaba en cualquier quiosco de tres al cuarto. ¿La habría visto mi madre? ¿Qué opinaría? Con diferencia ésta sería la mayor bronca que me echaría desde aquella vez que hice mis pinitos en el manga sobre la pared del salón. Mi domicilio estaría sin lugar a dudas vigilado así como el teléfono pinchado a estas horas. Si acudía allí o intentaba localizarla podía considerarme carne (en el más amplio sentido) de presidio. La evidencia estaba sobre el tapete: necesitaba ayuda.

III

Descendía por una cuesta, tras haber atravesado ya una multitud de chalets y mansiones de la prez levantina que había tenido la bondad de compartir sus riquezas con el resto del vulgo a través del disfrute visual de sus casas (desde fuera, claro). Es curioso, pero esta gente poseía una cursilería rayana en el virtuosismo por la decoración clásica, pero sin pizca de las proporciones que la acompañan. Yo no sabía nada de arquitectura clásica, pero sí de proporciones. Mi gusto por el arte Zen y sus derivados habían hecho de mí todo un esteta de la armonía, y algunos de estos chalets repelían descaradamente la vista. Allí y allá palmeras y arbustos decorativos cuidadosamente podados jalonaban los jardines de exuberante césped. Podía ver ya la ciudad marítima a mis pies, coronada por la enorme mole del castillo de Santa Bárbara, vestigio que al no poseer ninguna de las virtudes arquitectónicas japonesas me la traía al pairo. Sin embargo esa familiar imagen que me había acompañado desde mi nacimiento me sumió en la tristeza. Tantas veces la había visto anteriormente, con mi ordenada y pulcra vida ya hecha, que contemplarla ahora me hizo ser consciente del gran cambio, del drama de mis circunstancias actuales. La ciudad en la que penetraba me observaba con ojos diferentes.

Consideré la eventualidad de pedir auxilio a algún amigo. Vino a mi mente aquel otoño en las aulas, hacía ya más de quince años. Yo me cobijaba en mi confortable última fila, última mesa, esquina más recóndita. Era ésta una posición no tanto instintiva como defensiva, ya que así cubría con dos paredes mis flancos y las collejas sólo podían venir de frente (dicho lo cual me surge la duda de si sería pertinente llamarlo collejas o más bien posee otra acepción más apropiada). Con las narices inmersas en un libro que nadie hubiera creído de tanto interés levanté mis ojos para observar los posibles movimientos en clase. Al girar a un lado lo vi, allá en el otro extremo de la clase, también en la última fila. Una cabeza peinada a raya, con unas gruesas gafas de pasta, y unas narices igualmente curiosas por lo que tenían debajo, oteaba a su alrededor. El libro que poseía en cambio sí que debía ser interesante. Se trataba de una edición con una novedosísima encuadernación, toda llena de colores y personajes por descubrir. Coincidieron nuestras miradas y me sonrió. Él se llamaba Raúl, y en el recreo me explicó que aquello era un manga, un cómic japonés con un estilo peculiar de dibujo e historias absolutamente fascinantes. Yo estaba estupefacto, no tanto por aquel extraño descubrimiento cultural que por una vez había suscitado mi interés, sino por el hecho de entablar una conversación que durara más de un minuto. Celebré aquel acontecimiento con la incipiente madurez que mi edad y carácter requería, es decir, di una sucesión de pequeños saltitos afeminados mientras batía palmas. Desafortunadamente no tuve la prudencia de hacerlo en privado, confirmando así las sospechas de todos mis compañeros de clase. La amistad entre Raúl y yo se afianzó. Poco a poco, en el lento transcurrir de los cursos, se sumaron más adeptos, todos ellos con varias cosas en común: la dificultad por relacionarse socialmente, el pelo a raya y tantos granos en la cara como callos en las manos. Formamos el Club Manga, del que puedo decir con orgullo que yo fui el presidente. Cuando revestí de cierta seriedad institucional el cargo (me adorné con una banda y una medalla de la guerra franco-prusiana) ese veneno corrosivo que es la envidia dio pábulo a los infundios contra mi persona. Pero como siempre he sido una persona comprensiva y conciliadora preferí no alentar con recriminaciones esta conducta, limitándome en silencio a pegar chicle mascado en sus sillas. Por primera vez teníamos sentido de pertenencia a un grupo. Los años se sucedían, todos veíamos a nuestro alrededor que la edad comprendía ciertos atributos como trabajo y quizá alguna relación esporádica o estable, cosa que generalmente, nunca supimos por qué, sólo ocurría a los demás, nunca a nosotros. Bromeábamos con socarronería cuando algún conocido llegaba a tal estatus, para a continuación sumirnos con delectación filosófica en una disertación sobre la última obra hentai (básicamente porno animado). Casi ninguno lograba formar su vida fuera de este ámbito, el único en el que todos podíamos ser alguien y sentirnos reconocidos allá donde los demás nos excluían. Quizá esto mismo provocó las primeras confrontaciones. Todos estábamos deseosos en demostrar que éramos alguien en el único foro donde alguien estaba dispuesto a escucharnos. Las discusiones y afán de protagonismo sobrevinieron cada vez más frecuentemente. Comenzamos a unirnos en grupos más pequeños y a autoexcluirnos por diferencias en nuestra conducta o filosofía de vida (dábamos la patada a aquellos que no conservaban la pureza manga).

Finalmente, en un torneo de soft-combat … Umh… Perdón, creo que antes debería explicar qué es el soft-combat  para los profanos que tengan el buen gusto de leer mi historia. Se trata de un duelo samurái entre dos contendientes que luchan por su honor, si bien el hecho de que lo hagan envueltos en colorines y volantes y unas espaditas acolchadas de goma-espuma le resta parte de la seriedad que debiera tener. Como decía, en uno de estos torneos organizado por la asociación Otaku (en esencia aficionado al manga) de la ciudad fue donde definitivamente el grupo se desintegró. Mi combate, contra Raúl, fue ejemplo de ello. Hacía tiempo que nuestras diferencias eran palpables, y la lid desembocó en una sucesión de golpes desenfrenados. En un momento en el que el movimiento de mi contrincante le dejó de espaldas yo aproveché para proporcionarle un elegante, aunque no bien ponderado por el público (quien demostró su ignorancia llamándome traidor), golpe sobre su cabeza, llegando a partir mi espada, con su acolchado y todo, en lo que yo consideré una clara metáfora sobre lo duro de mollera que era el chico. Raúl, haciendo gala del famoso rencor que le acompañó desde la adolescencia, aprovechó mi indefensión y cierta propensión mía a atacar con las piernas abiertas para tomar impulso desde abajo y propinarme un durísimo espadazo en mis partes pudendas, lo que a él le valió ser descalificado por juego deshonesto y a mí una visita a urgencias con un testículo morado (que afortunadamente con el tiempo volvió a su color original). Y ese fue el fin de mis relaciones sociales, hacía ya más de tres años. O lo que es lo mismo en mis acuciantes circunstancias presentes: no tenía a quien pedir ayuda.

Sin apenas percibirlo había entrado en la ciudad y había pasado multitud de calles y edificios. Me hallaba en un barrio nuevo para mí. Cierto nauseabundo olor a colchones quemados me alertó.


lunes, 22 de agosto de 2011

El hereje, de Miguel Delibes.

















Mucho es lo que se ha escrito sobre este libro. Yo, aparte de mi opinión personal, poco o nada puedo aportar a lo que ya han dicho lectores, críticos, o académicos, excepto una frase a modo de valoración general a la que quizá gran parte de ellos estarán poco acostumbrados: ¡qué gustazo de libro!.

El argumento arranca de la premisa de una coincidencia: el niñito Cipriano Salcedo, protagonista del libro, nace el mismo día en el que Martín Lutero expone las 95 tesis en la iglesia de Wittenberg. Su madre muere en el parto, lo que provocará la aversión de su padre, quien no dudará en llamarlo "pequeño parricida". El pequeño Salcedo crece con un miedo que degenerará en odio hacia su padre. Tendrá en cambio la fortuna de hallar el amor maternal de su nodriza, la jovencísima Minervina, a quien posteriormente perderá la pista. Al llegar a la mayoría de edad y muerto su padre consigue hacerse con la fortuna de terrateniente que éste poseía, y demuestra un sagaz instinto para los negocios, creando y produciendo una nueva prenda de vestir que tendrá gran acogida no sólo en Castilla sino en los demás reinos e incluso en el extranjero. El joven Salcedo contrae matrimonio con una joven campesina rural, Teodomira, a la que tampoco logrará amar, malográndose su unión a causa de la infertilidad. El matrimonio tendrá un fin trágico. Cipriano, que desde su adolescencia había tenído serias dudas sobre si los buenos actos le acercaban a Dios o simplemente calmaban su conciencia de un modo egoísta, comenzará a escuchar los sermones del Doctor Agustín Cazalla (capellán de Carlos V y compañero de viaje a Alemania) y conocerá poco después a su hermano Pedro Cazalla, quien le introducirá en el grupo luterano de Valladolid. En la secta nuestro protagonista descubre que no son necesarios los actos externos para la salvación, sino que sólo su fe en la redención de nuestros pecados por el sacrificio de Cristo en la Pasión es suficiente para garantizarle la vida eterna. Ni su odio a su padre ni la indiferencia hacia su esposa serán sopesados en la balanza final. Cipriano acoge con ilusión la nueva fe, y participa activamente en ella como enlace entre las diferentes ciudades. 

Miguel Delibes.
El contexto histórico está ejemplarmente retratado en el libro. No pretendo aburrir a base de una serie de datos que ya de por sí el propio Delibes muestra magistralmente en su texto, con una documentación exhaustiva que hace suspirar con la esperanza de servir de ejemplo para otros escritores. Simplemente quiero esbozar algunas líneas magistrales que el autor tiene en cuenta y que además suelen ser debate no sólo historiográfico sino ideológico y muy ligado generalmente a la utilización política del siglo XVI. Porque si hay un tema estrella en la Edad Moderna española es precisamente el reinado de Carlos V y de su hijo Felipe II. En mi opinión el libro no entra en la discusión sobre las glorias y miserias del reinado de Felipe II. Hay mil aspectos clave sobre la solvencia (o no solvencia) como monarca de Felipe II que Delibes ni siquiera menta de pasada, porque no son útiles para la historia que él desea contar. Se centra, y no lo hace incurriendo en contenido pues lastraría la narración, en el círculo teológico formado en torno a Carlos V y su permisividad hacia los postulados erasmistas (Bartolomé de Carranza). Como hacia su muerte incide en la equivocación que supuso no matar a Luetero en Worms, y como Felipe II acepta con martírico fanatismo la cruzada antiluterana en los reinos hispánicos y fulmina cualquier intento de tolerancia teológica, convirtiendo a España en un reino académicamente aislado del resto del mundo. Hay un diálogo delicioso cuando Don Carlos de Seso, esperando su ajusticiamiento por la Inquisición, se dirige al monarca que preside el acto y le espeta "¿Cómo permitís, señor, este atentado contra la vida de vuestro súbdito?" a lo que Felipe II responde frunciendo el ceño: "Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilaría la leña para quemarlo". ¿Guiño malicioso hacia la muerte del infante don Carlos, su hijo, de quien siempre se ha comentado que fue asesinado por su propio padre? 

Mención especial merece tanto el grupo luterano de Valladolid y el intento de fidelidad a los personajes reales como la árdua descripción de la ciudad y sus alrededores.

Una de los más difíciles cometidos de una novela histórica es como introducirse en la piel de un personaje cuya conducta, pensamiento y palabra es inimaginable para nosotros, y hacerlo asequible para la mentalidad moderna. Este hecho, que en el caso del personaje es un pelín más fácil ya que precisamente creo que uno de los temas del libro es el hombre moderno, está fascinantemente solventado en la novela. A modo de ejemplo un personaje que sólo aparece una vez en el libro, a través de cuyo comentario vemos la magistral capacidad de Delibes para decirnos que no somos nosotros, sino un personaje del siglo XVI:
"- Es perezoso y huidor-dijo-, pero fiel. Le he elegido como hombre de confianza pero el resto de los criados están celosos de él. Para mí, es un miembro más de la familia, Salcedo. Aunque negro, tiene un alma blanca como nosotros, susceptible de ser salvada. Lo que no le permito de momento es casarse. Imagínese un semental como él suelto por estos salones. Repugnante. Eso sí, cuando cumpla cuarenta años lo emanciparé. Será un modo de agradecerle sus servicios."

El léxico merece comentario aparte. Simplemente abrumador por rico, variado, exacto... Cuando uno cree haber leído todo lo humanamente leíble y que nada puede sorprenderle se encuentra súbitamente ante un monstruo del vocabulario, mostrándolo como un hecho natural, apenas sin esfuerzo y con un talento portentoso. De las innumerables palabras en torno al agro castellano-leonés todos hemos leído de Delibes, pero las descripciones de este libro, ni más ni menos que las necesarias para la narración, incurren en tal detalle de exactitud y despligue de conocimientos que a un servidor le hace patente cuanto le falta por aprender, y cuanta gratitud hay que demostrar al leer algo semejante.

Martin Lutero.
Haré una breve referencia a lo que yo considero que son los temas o mensajes principales de la novela. El texto es de tal riqueza y complejidad que sin duda se podría comentar muchos más. El primero ante todos los demás, me parece evidente: la tolerancia. Como su tío Ignacio le dice acongojado a su sobrino Cipriano "-Algún día -musitó a su oído- estas cosas serán consideradas como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pide por mí, hijo mío." No olvidemos que lo primero que leemos es un texto de Juan Pablo II a los cardenales en 1994, en el que arremete contra la violencia perpretada en nombre de la Fe y hace hincapié en la revisión de los aspectos oscuros de la Iglesia Católica. El segundo de ellos es precisamente la dimensión nueva que para la humanidad se abre primero con el Renacimiento y que cristalizará con Erasmo y Lutero en una revisión crítica, libre y serena de la Iglesia Católica, y con ello promoverá la libertad de conciencia que de hecho todos tenemos por haber nacido libres. Así se muestra en otro diálogo clave del libro: "..., pero cuando abrió la boca apenas se le entendió una palabra: religión. Al oírla su tío extendió el brazo y le puso una mano efusiva en el hombro: -Ése es el rincón más íntimo del alma -dijo-. Obra en conciencia y no te preocupes de lo demás. Con esa medida seremos juzgados." Es decir, Cipriano es un hombre que cree que posee libertad de conciencia, más allá de las instituciones, y por lo tanto libertad de elección: Cipriano representa al hombre moderno. Por último no olvidemos que Miguel Delibes escribió esta obra a la edad de setenta y ocho años. Ésta es la obra en la que se plantea toda su vida, sus creencias y se mira a sí mismo en el cruel momento del óbito, y duda: "Pero nuestro señor permanecía en silencio y , al mostrarse mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia del hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? [...] Oh, Señor -se dijo acongojado-, dame una señal. Le atribulaba el prolongado silencio de Dios, la taxativa limitación de su cerebro, la terrible necesidad de tener que decidir por sí mismo, solo, la vital cuestión" Así pues el Hereje aborda en último término la incapacidad humana para transgredir nuestra simple condición natural, y nuestra limitación del conocimiento, dejándonos sólos e impotentes, pero libres, en el universo ante esa magistral "vital cuestión" en la que está en juego para un creyente, no lo olvidemos, la vida eterna.

Y mucho, mucho más: amor, soledad, sentido de pertenencia a un grupo vs individualidad, fraternidad, proselitismo, cohesión social, traumas infantiles, complejo de Edipo, etc, etc... Todo ello, en realidad, resumido en una: son los universales de siempre de la condición humana, de todos nosotros por tanto, plasmados de manera genial por el maestro Delibes.

Lo peor de la novela: confieso que el preámbulo no me gustó. Un diálogo entre dos luteranos y un calvinista a bordo de un barco que realizan un repaso por la historia del protestantismo me pareció demasiado artificial para poner en antecedentes al posible lector profano en tales lides. No se integra en absoluto en la novela y es bastante forzado.

Lo mejor de la novela: todo lo demás. Simplemente magistral. Un ritmo narrativo lento la mayor de las veces pero que no sólo no aburre, sino que seduce al hacernos un recorrido por las motivaciones del protagonista y de su época. Una verdadera joya que será intemporal al hacer de esas motivaciones las nuestras propias ante problemas que en nuestra condición todos debemos resolver.

Un saludo cordial.

jueves, 18 de agosto de 2011

Frasier, de David Angell, Peter Casey y David Lee.





Un apartado obligado en estos comentarios es para Frasier, prácticamente una deuda con la serie que tan buenos momentos me ha hecho pasar. Se trata posiblemente de la mejor comedia de situación del mundo. Está creada por David Angell, Peter Casey y David Lee, quienes escribieron y produjeron la exitosa Cheers en la década de los ochenta. No nos debe extrañar pues que el personaje de Frasier Crane fuera rescatado al finalizar ésta para protagonizar su propia serie. El resultado de once temporadas (desde el '93 al '04), récord con 37 Emmys en total, récord con 5 Emmys consecutivos a la mejor Serie de Comedia, éxito absoluto de público y crítica nos da una idea de la envergadura artística y fenómeno mediático que produjo en el mundo, y del placer que para el simple espectador sigue produciendo en la comodidad de cada casa.

El argumento versa sobre el psiquiatra Frasier Crane (Kelsey Grammer), quien ha cambiado de ciudad de residencia para trasladarse a Seattle a causa de su divorcio e iniciar una nueva vida en torno a un programa radiofónico de consultas psicológicas en las que el protagonista proporciona consejos profesionales. La invalidez de su padre provocará que éste se traslade a la casa de su hijo y ambos vivan bajo el mismo techo (un lujoso apartamente de estilo "ecléctico"). El padre (John Mahoney), llano, aficionado al deporte y la cerveza, y sin idea alguna de decoración o arte pero con un gran sentido común es la antítesis de su hijo Frasier, culto, amante de la ópera y el vino, y coleccionista de arte y antigüedades. Éste supone el conflicto principal que sirve como planteamiento a una parte importante de las tramas. El hermano de Frasier, Niles (David Hyde Pierce), será el tercero en discordia. Con los mismos gustos que su hermano, igual de culto y probablemente más snob aún, provoca otra parte importante de los choques cómicos, al producirse una relación de celos y complejo de inferioridad entre ambos hermanos. A su vez también es psiquiatra, y este hecho encauza una gran parte de los recursos de guión a la tan difícil como bien solventada trama psicológica. El resultado es un humor altamente sofisticado e inteligente, muy peculiar y con una elevada dosis de autor que hacen de la serie prácticamente una pieza única y exquisita en un mundo de vulgaridad televisiva. Toda una delicatesse no apta para todos los paladares.

La trama a menudo utiliza el prurito de alta sociedad que ambos hermanos tienen para ridiculizar no sólo sus pretensiones (a menudo estrambóticas, como ser el "Gran Corcho" del club de vinos, o investigar su árbol genealógico con la ilusión de pertenecer a la familia Romanov) sino el objetivo que mueve sus vidas: la apariencia social. Las peleas entre ambos hermanos son también un motivo recurrente como ya hemos mencionado, así como las ideas y expresiones a menudo simples pero casi siempre cargadas de razón del padre, en confrontación con los elaborados y psicológicos argumentos de sus hijos, quienes casi siempre fallan en su diagnóstico. Una de las tramas más deliciosa es el intento de consecución de un amor, a veces de una simple aventura. En este caso la comicidad viene servida de la mano del narcisismo del protagonista, que choca contra una realidad en la que le resulta muy difícil seducir a una mujer. En fin... y para más tramas mejor ver la serie.


Lo mejor de la serie: Sentido del humor inteligente e incluso hilarante al hilvanarse perfectamente con el diseño de personajes. Guiones cuyo mérito han recibido justa retribución en los Emmys. Una más que perfecta y eficaz interpretación de los actores, cuya empatía con los personajes llega a hacerse tan palpable que se hace difícil verlos en otros papeles.

Lo peor de la serie: Que al existir tomas conciencia de la bazofia que suponen muchas de las otras series que hayas visto o puedas ver en el futuro. Añadamos como lo peor de la serie también el hecho de que haya finalizado.

Curiosidades: Las iniciales de la emisora de radio coinciden con los apellidos de los creadores de la serie. El personaje de Niles, su hermano, no estaba previsto en la serie. Los creadores observaron el gran parecido físico de David Hyde Pierce con Frasier de joven y lo integraron a posteriori, todo un prodigio de virtuosismo para hacer creíbles y sobre todo risibles las tramas de los sucesivos episodios, ya que la personalidad de Niles es casi idéntica a la del protagonista. David Angell, uno de los creadores, murió junto a su esposa en los atentados del 11 de septiembre del 2001.

Advertencias: No intenten ver la serie con alguien cuyo coeficiente mental no le haya permitido con anterioridad apreciar joyas como Cheers y en cambio valoren demasiado Cosas de casa. Las consecuencias pueden ser imprevisibles.

Aquí les dejo el enlace a uno de los momentos de la serie. Espero que lo disfruten.




Un cordial saludo.

miércoles, 17 de agosto de 2011

LA SENDA DEL FRIKI: Capítulo II.


 A oscuras.

I

Desperté con un fuerte dolor de cabeza, y por alguna razón no pude abrir los ojos. Al cabo de unos segundos comprendí que no había luz. La oscuridad me ha aterrado desde niño, no conciliando el sueño a oscuras hasta bien entrados los dieciocho. Sólo hubo una excepción: aquel día que jugué a las “tinieblas” con los chicos y chicas del barrio con la esperanza de poder tocar las ya rotundamente femeninas peras de Susanita. Pasó más de media hora de magreo corporal hasta descubrir que mi inesperada compañera era Pepito, quien más tardé abriría una academia de bailes de salón. Esta anécdota me disuadió totalmente de cualquier entorno donde mi percepción no pudiera ser clara. Pero vuelvo a perderme por los recovecos de la memoria.

Estaba desorientado y me preguntaba qué había ocurrido mientras me palpaba con cuidado el enorme chichón que sobresalía de mi cráneo. Entonces recordé. La calle, el delincuente y su navaja, y el brutal golpe. Ahora despertaba desvalido y allí donde aquel hombre había decidido dejarme a saber con qué aviesas intenciones. ¡Estaba secuestrado! Sufrí un ataque de pánico, y entre estertores nerviosos evoqué cuan sabias habían sido siempre las palabras de mi santa madre. Y esto a su vez me hizo desear con todas mis fuerzas seguir con mi tranquila vida en casa. Lloré desconsoladamente, pero no al imaginar lo mucho que me echarían de menos, como en mis ensoñaciones, sino de pura desesperación por volver a ser el anónimo e invisible personaje al que tanto apego había tomado. Los mocos me colgaban de la nariz y me limpié como pude con mi estupenda cazadora de forro de yak himalayo. Nunca hubiera imaginado que tan alta prenda serviría para tan bajos menesteres; volví a llorar más desconsoladamente aún. Una afilada navaja, un señor con insinuaciones poco sutiles sobre el destino de mi culo y un encarcelamiento forzoso en un lugar ignoto y seguramente inhóspito. ¡Dios Santo! ¿Y si era reo de una secta de sodomitas irredentos? Siempre había vivido bajo la convicción de ser alguien diferente, cualidad cuanto más subrayada por mi entorno, pues desde mi madre hasta los profesores siempre me habían dicho que yo era especial. Este hecho me hizo concebir la precoz idea de poseer un destino que no podía asemejarse al del común de los mortales, y que debía alejarse por supuesto de la pura marginación que sufrían y sufren antes como ahora los espíritus sensibles. Pero, sinceramente, siempre albergué la esperanza de que el hecho diferenciador fuera agradable, y no una reclusión forzosa sodomita… y posiblemente irrespetuosa. Sufrí de nuevo un acceso de llanto que dejó mi chaqueta bajo la decoración de un collage de fluidos corporales. Cuando éste cesó procuré calmarme. Me dije que en mi mano estaba cambiar aquello que otras mentes perversas habían ideado. ¿Quién me había agredido y por qué? ¿A qué golpearme y secuestrarme? ¿Qué tenían pensado hacer conmigo?

Me llevé la mano al bolsillo. Lo suponía: el móvil había desaparecido. Por primera vez inspeccioné con detenimiento mi alrededor, y pasado el susto inicial percibí que no estaba completamente a oscuras. De una ventana a mis espaldas penetraba cierta claridad que iluminaba tenuemente mi figura en la silla donde estaba sentado. Una noche cerrada y sin estrellas hacía el ambiente impenetrable dejando el resto de la habitación a oscuras. La ventana era de cristal y tenía la persiana recogida. No sabía qué ocultaba la zona en tinieblas, así que haciendo acopio de valentía y procurando controlar el temblor de mis piernas me levanté para comprobar que más allá de ella no se veía edificación alguna y que un barranco entre matorrales se abría paso bajo la estructura. Y entonces caí en la cuenta. ¡No estaba atado! Mi alegría fruto de la desesperación fue tal que corrí como un poseso huyendo hacia el otro extremo de la habitación, conducta altamente imprudente pues el muro que la cerraba me cortó el paso a la altura de la nariz con un tremendo golpe que me tumbó en el suelo. Llevándome la mano a mi dolorida probóscide tanteé el suelo de la habitación hasta dar con el arranque de la pared, y siguiendo esa línea con una expectación nerviosa palpé lo que parecía una puerta. Loco de contento me incorporé hasta dar con el picaporte. Cerrado. Valoré las consecuencias producidas por el escándalo al forzarlo. Decidí que atraer al señor de la cicatriz con sus onerosas intenciones sobre mis orificios corporales quizá no fuera prudente. Arrebujado de espaldas a la pared repté por ella con la mayor cautela, desplazando hacia todas direcciones la mano antes de dar el siguiente paso por si hallaba algo nuevo. Y así sucedió. Topé con otra estructura de madera, alta por encima de mi cabeza y ancha como un brazo. Es decir, un armario. Me separé despacio de la pared para deslizarme cual avezado samurái hacia una posición desde la que pudiera abrirlo. Súbitamente perdí el suelo bajo mis pies al resbalar de forma aparatosa, voltear los pies en el aire para adoptar una involuntaria posición horizontal y caer finalmente con estrépito sobre mis riñones. Pasados unos segundos de simple e inhumano dolor exhalé el aire que quedaba en mis pulmones y pude volver a boquear como un pez para respirar. Maldije por lo bajo, y me acordé de la familia del inútil que hubiera desparramado aquel líquido, algo también muy propio de un samurái cuando las cosas se tuercen, aunque la literatura romántica no lo recoja. Estaba cubierto por una sustancia líquida y viscosa culpable de la caída. Especulaba chascándola entre mis dedos sobre su densidad y textura, y conjeturaba qué podía ser. Aproximé mi mano restañada hasta mis doloridas fosas nasales. El olor me era extrañamente familiar y  repelente a la vez. Gateando para más seguridad me acerqué a la ventana. Llegué hasta el ápice de claridad que se colaba con esfuerzo desde el exterior, y con un suspiro en el que se esfumó el poco valor que había conseguido aunar identifiqué de qué se trataba: era sangre fresca.

II

Tras unos minutos de obligado lloriqueo, escalofríos y autocompasión decidí con la parte racional de mi ser llegar de nuevo hasta el armario y ver qué había provocado el charco de sangre. Lo mejor que haría sería solucionar en la medida que pudiera aquel enigma hasta que hallase el modo de escapar. La parte irracional de mi ser en cambio me decía a gritos y con aspavientos que no me aproximara bajo ninguna circunstancia al armario de los horrores. Reuniendo coraje y con el recuerdo de otro de mis referentes manga, el detective Conan (interesante personaje del que podría defender sus excelentes cualidades pero no nos sobra el tiempo ni el espacio), me planté ante el armario y con mano trémula abrí la puerta. Ahora intentaré describir lo que pasó a continuación, ejercicio nada fácil pero beneficioso para explicarme a mí mismo lo ocurrido realmente en unos fugaces momentos. Yo abrí la puerta. El espejo que tenía adherido en su interior reflejó la poca luz existente y me hizo identificar el contenido. El corazón, que se me escapó por la boca del susto, bombeaba a cien por hora. Ante mí apareció un varón de unos 40 años de edad, cabello entrecano aunque frondoso, mirada vidriosa, labios retraídos y morados en un rictus similar a una sonrisa forzada y tez más cetrina que pálida. Su atuendo lo constituía un impersonal traje, sin duda por razones de trabajo. En unas décimas de segundo barajé un sinfín de hipótesis sobre quién era, a qué se dedicaba, por qué gustaba de morar en armarios y estaba ya por presentarle mis respetos cuando el charco de sangre me indicó lo que sucedía en realidad: ¡era un cadáver! El indicio definitivo me lo proporcionó el enorme cuchillo de cocina que sobresalía de su pecho. Comenzaba yo a entonar una nota en forma de grito en do agudo equiparable tan sólo a la alcanzada por los efectos de unos alicates en el escroto cuando observé con los ojos fuera de las órbitas que el interfecto, sin duda libre de su prisión y con nuevos e intrigantes horizontes por descubrir, procedía a vascular en su punto de gravedad para ir a estrechar lazos contra mi cuerpo. Tuve el tiempo preciso para sujetar el mango del cuchillo, que tendía con preocupante decisión a estrellarse contra mis ojos. El resto del sujeto cayó apoyado sobre mí, sus labios en su tétrica sonrisa contra mi mejilla, para un instante después escurrirse desmadejado hasta el suelo y liberar así el arma homicida ensangrentada, que quedaba de este modo en mi mano petrificada. Opté por adoptar tras el susto una postura zen de autocontrol y templanza, es decir, comencé a balancear la cabeza de arriba abajo en rítmicas convulsiones a la par que mi boca esbozaba las más audaces muecas.

III

Nada me había preparado para el terrible estruendo que se produjo al abrirse bruscamente la puerta desde el exterior. Me vi inundado por una luz cegadora, proveniente de unos focos, y un flash fotográfico, -como constataría más tarde-, hizo aparición de entre la nada. Cuando recuperé mínimamente la visión comprobé a través del vano que un grupo de policías, pistola en mano, se había apostado ante mí. ¡Estaba salvado! Esto me hizo esbozar una gran sonrisa, y recuerdo claramente que en mi euforia les dediqué unas palabras de agradecimiento, tal que así:

-      ¡Oh! Los cuerpos de seguridad del Estado, ¡bienhallados! Mi corazón desborda alegría y os saluda con lágrimas en los ojos tras mi horrible experiencia. ¡Gracias!.

Tarde me percaté de que, bien fruto del golpe en la cabeza bien fruto del nerviosismo que me dominaba, en realidad no pronunciaba palabras, sino que balbuceaba, y lo que llegué a pronunciar fue esto: “¡Gl…! Glglgl… glglerp… blep, blep… ¡Agl…!” Probablemente esta primaria manifestación de comunicación unida a que sostenía un cuchillo ensangrentado junto a un cadáver a los pies fue lo que motivó los primeros disparos. Uno de ellos se introdujo en la puerta del armario a escasos centímetros de mis atónitos ojos, haciendo saltar en astillas la madera por el orificio de salida. Otro silbó tan cerca de mis oídos que pude detectar cierta melodía irónica en su recorrido. Mi instinto, generalmente similar en reflejos al del berberecho común, en esta ocasión tocó a rebato, y con asombro de mi mente lúcida mis músculos se tensaron en un salto descomunal para huir hacia la retaguardia. Como el amable lector recordará tras de mí sólo estaba la ventana con un consistente y, puedo afirmarlo, cortante cristal, que traspasé en un estrépito de vidrios rotos que me laceraron la piel sin compasión. En realidad esta sensación desapareció inmediatamente al notar cómo mi cuerpo se desplomaba en caída libre durante unos cuantos metros.  Por fortuna la tierra del barranco que se abría a los pies de la casa, surtida de una interesante colección de pedruscos afilados, amortiguó el golpe. Lo último que recuerdo es rodar durante una eternidad cuesta abajo, entre piedras, matojos y lagartijas, justo antes de perder la consciencia de nuevo.

domingo, 14 de agosto de 2011

LA SENDA DEL FRIKI



Capítulo uno: sobre quién soy y el extraordinario suceso que me aconteció.

I

Dejé el último volumen sobre el estante, no sin antes limpiar concienzudamente de polvo tanto la estantería como la cubierta hasta que pude disfrutar de esos reflejos iridiscentes que me alimentan el espíritu y que son característicos de las ediciones manga. Poseo una de las mejores colecciones de toda la ciudad, como demuestra mi habitación revestida de estanterías desde el techo hasta el suelo, la más avanzada conexión a Internet que me permite estar a la última en cuanto a series y películas (naturalmente en japonés, incluso algunas veces subtitulado al inglés, del que no comprendo una palabra de todas formas) y un sofisticado estilo de ropa inspirado en mis más idolatrados cantantes japoneses del que me siento especialmente orgulloso.

Soy, como me han llamado en más de una ocasión durante los recientes e insólitos sucesos que he decidido consignar aquí, un friki. Siempre tuve claro lo que me complacía, aquello que de bueno me proporcionaba la vida y que yo podía disfrutar en el transcurso de ésta. O dicho de otra manera si lo prefieren, siempre tuve claro que quería ser exactamente aquello que era. Hasta ahora. Pero no adelantemos acontecimientos. Tengo treinta y un años, mi situación económica y personal se podría considerar excelente en tanto cuanto que vivo con mi adorada madre y ella me provee de todo lo necesario, incluido el santuario personal de mi habitación. Una coyuntura económica desfavorable me ha impedido encontrar trabajo, y se ha perpetuado quince años (es decir, desde que formo parte de la población activa), pero no pierdo la esperanza de colaborar con alguna de las publicaciones especializadas en el manga a las que periódicamente envío mis acertadas observaciones sobre ciertos aspectos mejorables de las mismas.

Pero divago con las presentaciones. Como decía, terminaba yo de ordenar mi habitación con la pulcritud que suele caracterizar a las personas espirituales cuando oí la voz de mi madre recordándome que aquella tarde debía acompañarla a hacer la compra. Como siempre su voz, desde que puedo recordarla, tenía algo de perentorio y autoritario que hacía que todo el carácter que pudiera tener yo se esfumara por arte de magia, y me retrotraía a mi infancia. ¿Saben que yo tuve una infancia maravillosa? Siempre fui un niño tímido, y el hecho de que mi madre me inculcara bajo las más severas admoniciones la prudencia más extrema con desconocidos no ayudó precisamente a que desarrollara habilidades sociales. Así crecí yo, sin hacer muchos amigos pues los extraños me cohibían, pero en cambio afortunadamente protegido por mi madre, quien nunca me dejaba emprender ninguna tarea que pudiera suponer un potencial peligro para mí, como subirme a un columpio o cazar una araña. Como consecuencia puede decirse que no soy precisamente ágil (siempre suspendí gimnasia) y además tengo miedo a las arañas. Pero en cambio gracias a eso no me ha ocurrido como a mi vecino, que en una reyerta con otros niños sufrió una pedrada en la cabeza, de resultas de lo cual perdió la capacidad de comunicarse correctamente y sólo dice “blep, blep, blep…”. El pobre finalmente pudo conseguir una de las plazas reservadas a discapacitados entre el personal docente de la universidad. Pero eso es otra historia. Yo me doy con un canto en los dientes (o como se diría en japonés “歯に歌で与えられま”) por ser una persona mentalmente saludable.

Finalmente me enfundé en mi reluciente cazadora, un raro modelo americano retro reintroducido en la cultura pop japonesa y posteriormente reutilizado como icono indie del pop-rock europeo, para acabar cayendo en manos de gente sensible como yo. El forro de piel de yak himalayo da un poco de calor, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en mayo, pero no puedo despreciar las contadas ocasiones que salgo de casa para lucirlo. El caso es que aproveché que las sabias órdenes de mi madre emanaban del salón, a una prudente distancia de la puerta de entrada, para escabullirme e ir a hacer mi compra semanal a la tienda de cómics, en la calle Serrano, probablemente tras mi habitación el lugar donde más a gusto me siento. Limpié con un pañito pulcramente mis gafas y tras encajarlas sobre mi nariz con un delicado gesto de mi dedo abrí la puerta.


II

Hojeaba interesado una de las últimas publicaciones en la tienda cuando advertí el comentario de dos tipos que, cual entendidos, se las daban de grandes conocedores del anime, disertando sobre la longevidad de la serie “Flcl”. No pude evitar levantar la vista, y enarcando una ceja que denotaba los conocimientos adquiridos con tesón y experiencia, les saqué de un error propio de novatos. No piensen mal de mí. No suelo hacer esto a menudo. Bueno… sí, pero en esta ocasión existía una razón para tal conducta. Tras ver con satisfacción como los dos tipos me agradecían con cierta ojeriza la información volví la mirada con celeridad hacia el mostrador de la tienda, donde se ocultaban desde hacía años los anhelos secretos de mi corazón. Allí estaba ella, ordenando los volúmenes de una caja mientras mascaba chicle sonoramente con la boca abierta y se hurgaba de vez en cuando la nariz. Me sentí henchido de orgullo cuando comprobé que no había sido insensible del todo a mi comentario, hecho que deduje de la mirada de soslayo que me dirigía bajo sus largas pestañas mientras chasqueaba la lengua con desprecio y negaba lentamente con la cabeza. Este hecho que se alejaba notablemente de la indiferencia para incurrir en el más halagüeño terreno de la aversión me animó a ir con mi compra hacia el mostrador. Me aproximé temblando por los nervios mientras me inducía seguridad a mí mismo diciéndome que ahora todo parecía ir mucho mejor que en las otras dos ocasiones que me había acercado a ella. Al menos ahora no había ningún indicio de náusea y posterior vómito. Y allí, cuan héroe manga enamorado, como un personaje más de Video Girl Ai, pletórico de romanticismo y dispuesto a declararle mi más encarecido amor platónico y más encarecido aún amor carnal, ocurrió un hecho fatal. Yo toqué con la punta de mis dedos titubeantes el mostrador, ella se incorporó tras revisar su última caja haciendo flotar sus cabellos y clavando en mí sus increíbles ojos verdes, y en el blando movimiento que esto supone pude observar clara y lentamente como sus jugosos pezones botaban hacia arriba y abajo dentro de su cárcel de tela. En cuestión de un segundo sufrí una erección furibunda, que para mi desgracia se hizo bien visible a través del último grito en Japón de pantalones holgados que a bien tuve en ponerme al salir. Rojo como un semáforo dejé precipitadamente mi compra sobre el mostrador y con la mayor rapidez posible me deslicé hacia la puerta sin que el sonido de la risa femenina que dejaba atrás me indujera a volverme ni una sola vez.


III

Al salir de la tienda choqué por los nervios contra un mendigo, quien se hizo a un lado mientras con voz pastosa se disculpaba. Yo me llevé la mano a la cartera para cerciorarme de que su presencia continuaba siendo tal, y me aparté con cierto pudor para enfilar calle abajo sin reparar ni una vez más en él, y poder así dar rienda suelta a mis inflamados dramas de amor alimentados por la mala fortuna que en tales lides me acompañaba. Confieso ser un tanto propenso a sumirme en ensoñaciones, cualidad que he tenido durante casi toda mi vida. Suelen tener rasgos comunes, como el hecho de que indefectiblemente yo soy el protagonista, y de un modo u otro me convierto en el centro de atención de los demás merced siempre a alguna característica sobresaliente que pocos poseen. En esta ocasión, tras el incidente de la tienda, recuerdo con especial intensidad que me complacía yo en una imaginaria muerte que me sobrevenía repentina. Imaginé como brotarían entonces los mensajes de condolencia de personas que antes no se habían dignado tratar conmigo,  y como se presentarían acongojados por la culpa ante mi tumba. E imaginé como una de las personas, de luto riguroso y con lágrimas en los ojos, sería la chica de la tienda, quien ya sólo podría lamentarse ante la fría lápida de un cementerio del cruel destino que había hecho imposible nuestro amor, al no poder ella declarar sus sentimientos a tiempo a un ser tan especial como yo.

Y ya lograba la autocompasión hacerme aflorar una lagrimilla al ojo mientras doblaba una esquina cuando repentinamente tuve la mayor sorpresa de mi vida.

-¡Quieto parao, so friki! –acerté a oír tras la hoja afilada de un cuchillo que situada hábilmente bajo mi gaznate me hizo levantar los pies hasta apoyarme sobre los dedos cual bailarín de ballet, cosa que me hubiera enorgullecido de ser otra la circunstancia.- ¡Dame los documentos!

Yo, que había sido adoctrinado desde niño por mi madre al respecto, extraje con pulso de flan la cartera y le entregué con una sonrisa forzada el carné de identidad. De la bofetada que me propinó inferí con la agudeza que me caracteriza que no se refería a eso. Me hallaba por primera vez en una situación de peligro en la que las probabilidades de salir con bien oscilaban entre un optimista escasas o un más bien realista irrisorias.  Sudé copiosamente en pocos segundos y comprobé que aquello de ver pasar toda tu vida en un instante era cierto. Es decir, ante mis ojos se materializó el rostro enojado de mi madre amonestándome por inútil, vi al matón del colegio robarme el bocadillo y tras todo esto a la chica de la tienda de comics reírse tras mi estela de cobarde virilidad.

Como noté que el miedo comenzaba a apoderarse de mí a través de cierta relajación del esfínter decidí actuar según el aguerrido modelo de mi gran héroe manga, pero a la inversa, es decir, caí de rodillas llorando como la Dama de las Camelias y supliqué por mi vida. El individuo, cuya faz se hacía más expresiva para estos menesteres gracias a una gran cicatriz que se la cruzaba de lado a lado, no pareció satisfecho:

-¡Mira, nenaza, como no aires los documentos ahora mismo te voy a dejar el culo que vas a tener que comerte los garbanzos con un hilo para que no se te salgan!

Yo, que tengo un aprecio especial por la conservación de la forma de mi culo tal y como Dios quiso disponerla, le contesté con voz entrecortada y sorbiéndome los mocos que no tenía ni idea de qué documentos hablaba. Pero que si estaba en mi mano el facilitar o incluso disponer de alguna manera tales, que no dejara por omisión o vergüenza de comunicármelo y con sumo gusto le ayudaría.

Lo último que recuerdo de este lance, tras ofrecer mis servicios a este sujeto malcarado tan educadamente, es un tremendo golpe en la cabeza, y como todo se tornó oscuridad.