lunes, 22 de agosto de 2011

El hereje, de Miguel Delibes.

















Mucho es lo que se ha escrito sobre este libro. Yo, aparte de mi opinión personal, poco o nada puedo aportar a lo que ya han dicho lectores, críticos, o académicos, excepto una frase a modo de valoración general a la que quizá gran parte de ellos estarán poco acostumbrados: ¡qué gustazo de libro!.

El argumento arranca de la premisa de una coincidencia: el niñito Cipriano Salcedo, protagonista del libro, nace el mismo día en el que Martín Lutero expone las 95 tesis en la iglesia de Wittenberg. Su madre muere en el parto, lo que provocará la aversión de su padre, quien no dudará en llamarlo "pequeño parricida". El pequeño Salcedo crece con un miedo que degenerará en odio hacia su padre. Tendrá en cambio la fortuna de hallar el amor maternal de su nodriza, la jovencísima Minervina, a quien posteriormente perderá la pista. Al llegar a la mayoría de edad y muerto su padre consigue hacerse con la fortuna de terrateniente que éste poseía, y demuestra un sagaz instinto para los negocios, creando y produciendo una nueva prenda de vestir que tendrá gran acogida no sólo en Castilla sino en los demás reinos e incluso en el extranjero. El joven Salcedo contrae matrimonio con una joven campesina rural, Teodomira, a la que tampoco logrará amar, malográndose su unión a causa de la infertilidad. El matrimonio tendrá un fin trágico. Cipriano, que desde su adolescencia había tenído serias dudas sobre si los buenos actos le acercaban a Dios o simplemente calmaban su conciencia de un modo egoísta, comenzará a escuchar los sermones del Doctor Agustín Cazalla (capellán de Carlos V y compañero de viaje a Alemania) y conocerá poco después a su hermano Pedro Cazalla, quien le introducirá en el grupo luterano de Valladolid. En la secta nuestro protagonista descubre que no son necesarios los actos externos para la salvación, sino que sólo su fe en la redención de nuestros pecados por el sacrificio de Cristo en la Pasión es suficiente para garantizarle la vida eterna. Ni su odio a su padre ni la indiferencia hacia su esposa serán sopesados en la balanza final. Cipriano acoge con ilusión la nueva fe, y participa activamente en ella como enlace entre las diferentes ciudades. 

Miguel Delibes.
El contexto histórico está ejemplarmente retratado en el libro. No pretendo aburrir a base de una serie de datos que ya de por sí el propio Delibes muestra magistralmente en su texto, con una documentación exhaustiva que hace suspirar con la esperanza de servir de ejemplo para otros escritores. Simplemente quiero esbozar algunas líneas magistrales que el autor tiene en cuenta y que además suelen ser debate no sólo historiográfico sino ideológico y muy ligado generalmente a la utilización política del siglo XVI. Porque si hay un tema estrella en la Edad Moderna española es precisamente el reinado de Carlos V y de su hijo Felipe II. En mi opinión el libro no entra en la discusión sobre las glorias y miserias del reinado de Felipe II. Hay mil aspectos clave sobre la solvencia (o no solvencia) como monarca de Felipe II que Delibes ni siquiera menta de pasada, porque no son útiles para la historia que él desea contar. Se centra, y no lo hace incurriendo en contenido pues lastraría la narración, en el círculo teológico formado en torno a Carlos V y su permisividad hacia los postulados erasmistas (Bartolomé de Carranza). Como hacia su muerte incide en la equivocación que supuso no matar a Luetero en Worms, y como Felipe II acepta con martírico fanatismo la cruzada antiluterana en los reinos hispánicos y fulmina cualquier intento de tolerancia teológica, convirtiendo a España en un reino académicamente aislado del resto del mundo. Hay un diálogo delicioso cuando Don Carlos de Seso, esperando su ajusticiamiento por la Inquisición, se dirige al monarca que preside el acto y le espeta "¿Cómo permitís, señor, este atentado contra la vida de vuestro súbdito?" a lo que Felipe II responde frunciendo el ceño: "Si mi hijo fuera tan malo como vos, yo mismo apilaría la leña para quemarlo". ¿Guiño malicioso hacia la muerte del infante don Carlos, su hijo, de quien siempre se ha comentado que fue asesinado por su propio padre? 

Mención especial merece tanto el grupo luterano de Valladolid y el intento de fidelidad a los personajes reales como la árdua descripción de la ciudad y sus alrededores.

Una de los más difíciles cometidos de una novela histórica es como introducirse en la piel de un personaje cuya conducta, pensamiento y palabra es inimaginable para nosotros, y hacerlo asequible para la mentalidad moderna. Este hecho, que en el caso del personaje es un pelín más fácil ya que precisamente creo que uno de los temas del libro es el hombre moderno, está fascinantemente solventado en la novela. A modo de ejemplo un personaje que sólo aparece una vez en el libro, a través de cuyo comentario vemos la magistral capacidad de Delibes para decirnos que no somos nosotros, sino un personaje del siglo XVI:
"- Es perezoso y huidor-dijo-, pero fiel. Le he elegido como hombre de confianza pero el resto de los criados están celosos de él. Para mí, es un miembro más de la familia, Salcedo. Aunque negro, tiene un alma blanca como nosotros, susceptible de ser salvada. Lo que no le permito de momento es casarse. Imagínese un semental como él suelto por estos salones. Repugnante. Eso sí, cuando cumpla cuarenta años lo emanciparé. Será un modo de agradecerle sus servicios."

El léxico merece comentario aparte. Simplemente abrumador por rico, variado, exacto... Cuando uno cree haber leído todo lo humanamente leíble y que nada puede sorprenderle se encuentra súbitamente ante un monstruo del vocabulario, mostrándolo como un hecho natural, apenas sin esfuerzo y con un talento portentoso. De las innumerables palabras en torno al agro castellano-leonés todos hemos leído de Delibes, pero las descripciones de este libro, ni más ni menos que las necesarias para la narración, incurren en tal detalle de exactitud y despligue de conocimientos que a un servidor le hace patente cuanto le falta por aprender, y cuanta gratitud hay que demostrar al leer algo semejante.

Martin Lutero.
Haré una breve referencia a lo que yo considero que son los temas o mensajes principales de la novela. El texto es de tal riqueza y complejidad que sin duda se podría comentar muchos más. El primero ante todos los demás, me parece evidente: la tolerancia. Como su tío Ignacio le dice acongojado a su sobrino Cipriano "-Algún día -musitó a su oído- estas cosas serán consideradas como un atropello contra la libertad que Cristo nos trajo. Pide por mí, hijo mío." No olvidemos que lo primero que leemos es un texto de Juan Pablo II a los cardenales en 1994, en el que arremete contra la violencia perpretada en nombre de la Fe y hace hincapié en la revisión de los aspectos oscuros de la Iglesia Católica. El segundo de ellos es precisamente la dimensión nueva que para la humanidad se abre primero con el Renacimiento y que cristalizará con Erasmo y Lutero en una revisión crítica, libre y serena de la Iglesia Católica, y con ello promoverá la libertad de conciencia que de hecho todos tenemos por haber nacido libres. Así se muestra en otro diálogo clave del libro: "..., pero cuando abrió la boca apenas se le entendió una palabra: religión. Al oírla su tío extendió el brazo y le puso una mano efusiva en el hombro: -Ése es el rincón más íntimo del alma -dijo-. Obra en conciencia y no te preocupes de lo demás. Con esa medida seremos juzgados." Es decir, Cipriano es un hombre que cree que posee libertad de conciencia, más allá de las instituciones, y por lo tanto libertad de elección: Cipriano representa al hombre moderno. Por último no olvidemos que Miguel Delibes escribió esta obra a la edad de setenta y ocho años. Ésta es la obra en la que se plantea toda su vida, sus creencias y se mira a sí mismo en el cruel momento del óbito, y duda: "Pero nuestro señor permanecía en silencio y , al mostrarse mudo, estaba respetando su libertad. Pero ¿era la inteligencia del hombre por sí sola suficiente para resolver el arduo problema? [...] Oh, Señor -se dijo acongojado-, dame una señal. Le atribulaba el prolongado silencio de Dios, la taxativa limitación de su cerebro, la terrible necesidad de tener que decidir por sí mismo, solo, la vital cuestión" Así pues el Hereje aborda en último término la incapacidad humana para transgredir nuestra simple condición natural, y nuestra limitación del conocimiento, dejándonos sólos e impotentes, pero libres, en el universo ante esa magistral "vital cuestión" en la que está en juego para un creyente, no lo olvidemos, la vida eterna.

Y mucho, mucho más: amor, soledad, sentido de pertenencia a un grupo vs individualidad, fraternidad, proselitismo, cohesión social, traumas infantiles, complejo de Edipo, etc, etc... Todo ello, en realidad, resumido en una: son los universales de siempre de la condición humana, de todos nosotros por tanto, plasmados de manera genial por el maestro Delibes.

Lo peor de la novela: confieso que el preámbulo no me gustó. Un diálogo entre dos luteranos y un calvinista a bordo de un barco que realizan un repaso por la historia del protestantismo me pareció demasiado artificial para poner en antecedentes al posible lector profano en tales lides. No se integra en absoluto en la novela y es bastante forzado.

Lo mejor de la novela: todo lo demás. Simplemente magistral. Un ritmo narrativo lento la mayor de las veces pero que no sólo no aburre, sino que seduce al hacernos un recorrido por las motivaciones del protagonista y de su época. Una verdadera joya que será intemporal al hacer de esas motivaciones las nuestras propias ante problemas que en nuestra condición todos debemos resolver.

Un saludo cordial.

jueves, 18 de agosto de 2011

Frasier, de David Angell, Peter Casey y David Lee.





Un apartado obligado en estos comentarios es para Frasier, prácticamente una deuda con la serie que tan buenos momentos me ha hecho pasar. Se trata posiblemente de la mejor comedia de situación del mundo. Está creada por David Angell, Peter Casey y David Lee, quienes escribieron y produjeron la exitosa Cheers en la década de los ochenta. No nos debe extrañar pues que el personaje de Frasier Crane fuera rescatado al finalizar ésta para protagonizar su propia serie. El resultado de once temporadas (desde el '93 al '04), récord con 37 Emmys en total, récord con 5 Emmys consecutivos a la mejor Serie de Comedia, éxito absoluto de público y crítica nos da una idea de la envergadura artística y fenómeno mediático que produjo en el mundo, y del placer que para el simple espectador sigue produciendo en la comodidad de cada casa.

El argumento versa sobre el psiquiatra Frasier Crane (Kelsey Grammer), quien ha cambiado de ciudad de residencia para trasladarse a Seattle a causa de su divorcio e iniciar una nueva vida en torno a un programa radiofónico de consultas psicológicas en las que el protagonista proporciona consejos profesionales. La invalidez de su padre provocará que éste se traslade a la casa de su hijo y ambos vivan bajo el mismo techo (un lujoso apartamente de estilo "ecléctico"). El padre (John Mahoney), llano, aficionado al deporte y la cerveza, y sin idea alguna de decoración o arte pero con un gran sentido común es la antítesis de su hijo Frasier, culto, amante de la ópera y el vino, y coleccionista de arte y antigüedades. Éste supone el conflicto principal que sirve como planteamiento a una parte importante de las tramas. El hermano de Frasier, Niles (David Hyde Pierce), será el tercero en discordia. Con los mismos gustos que su hermano, igual de culto y probablemente más snob aún, provoca otra parte importante de los choques cómicos, al producirse una relación de celos y complejo de inferioridad entre ambos hermanos. A su vez también es psiquiatra, y este hecho encauza una gran parte de los recursos de guión a la tan difícil como bien solventada trama psicológica. El resultado es un humor altamente sofisticado e inteligente, muy peculiar y con una elevada dosis de autor que hacen de la serie prácticamente una pieza única y exquisita en un mundo de vulgaridad televisiva. Toda una delicatesse no apta para todos los paladares.

La trama a menudo utiliza el prurito de alta sociedad que ambos hermanos tienen para ridiculizar no sólo sus pretensiones (a menudo estrambóticas, como ser el "Gran Corcho" del club de vinos, o investigar su árbol genealógico con la ilusión de pertenecer a la familia Romanov) sino el objetivo que mueve sus vidas: la apariencia social. Las peleas entre ambos hermanos son también un motivo recurrente como ya hemos mencionado, así como las ideas y expresiones a menudo simples pero casi siempre cargadas de razón del padre, en confrontación con los elaborados y psicológicos argumentos de sus hijos, quienes casi siempre fallan en su diagnóstico. Una de las tramas más deliciosa es el intento de consecución de un amor, a veces de una simple aventura. En este caso la comicidad viene servida de la mano del narcisismo del protagonista, que choca contra una realidad en la que le resulta muy difícil seducir a una mujer. En fin... y para más tramas mejor ver la serie.


Lo mejor de la serie: Sentido del humor inteligente e incluso hilarante al hilvanarse perfectamente con el diseño de personajes. Guiones cuyo mérito han recibido justa retribución en los Emmys. Una más que perfecta y eficaz interpretación de los actores, cuya empatía con los personajes llega a hacerse tan palpable que se hace difícil verlos en otros papeles.

Lo peor de la serie: Que al existir tomas conciencia de la bazofia que suponen muchas de las otras series que hayas visto o puedas ver en el futuro. Añadamos como lo peor de la serie también el hecho de que haya finalizado.

Curiosidades: Las iniciales de la emisora de radio coinciden con los apellidos de los creadores de la serie. El personaje de Niles, su hermano, no estaba previsto en la serie. Los creadores observaron el gran parecido físico de David Hyde Pierce con Frasier de joven y lo integraron a posteriori, todo un prodigio de virtuosismo para hacer creíbles y sobre todo risibles las tramas de los sucesivos episodios, ya que la personalidad de Niles es casi idéntica a la del protagonista. David Angell, uno de los creadores, murió junto a su esposa en los atentados del 11 de septiembre del 2001.

Advertencias: No intenten ver la serie con alguien cuyo coeficiente mental no le haya permitido con anterioridad apreciar joyas como Cheers y en cambio valoren demasiado Cosas de casa. Las consecuencias pueden ser imprevisibles.

Aquí les dejo el enlace a uno de los momentos de la serie. Espero que lo disfruten.




Un cordial saludo.

miércoles, 17 de agosto de 2011

LA SENDA DEL FRIKI: Capítulo II.


 A oscuras.

I

Desperté con un fuerte dolor de cabeza, y por alguna razón no pude abrir los ojos. Al cabo de unos segundos comprendí que no había luz. La oscuridad me ha aterrado desde niño, no conciliando el sueño a oscuras hasta bien entrados los dieciocho. Sólo hubo una excepción: aquel día que jugué a las “tinieblas” con los chicos y chicas del barrio con la esperanza de poder tocar las ya rotundamente femeninas peras de Susanita. Pasó más de media hora de magreo corporal hasta descubrir que mi inesperada compañera era Pepito, quien más tardé abriría una academia de bailes de salón. Esta anécdota me disuadió totalmente de cualquier entorno donde mi percepción no pudiera ser clara. Pero vuelvo a perderme por los recovecos de la memoria.

Estaba desorientado y me preguntaba qué había ocurrido mientras me palpaba con cuidado el enorme chichón que sobresalía de mi cráneo. Entonces recordé. La calle, el delincuente y su navaja, y el brutal golpe. Ahora despertaba desvalido y allí donde aquel hombre había decidido dejarme a saber con qué aviesas intenciones. ¡Estaba secuestrado! Sufrí un ataque de pánico, y entre estertores nerviosos evoqué cuan sabias habían sido siempre las palabras de mi santa madre. Y esto a su vez me hizo desear con todas mis fuerzas seguir con mi tranquila vida en casa. Lloré desconsoladamente, pero no al imaginar lo mucho que me echarían de menos, como en mis ensoñaciones, sino de pura desesperación por volver a ser el anónimo e invisible personaje al que tanto apego había tomado. Los mocos me colgaban de la nariz y me limpié como pude con mi estupenda cazadora de forro de yak himalayo. Nunca hubiera imaginado que tan alta prenda serviría para tan bajos menesteres; volví a llorar más desconsoladamente aún. Una afilada navaja, un señor con insinuaciones poco sutiles sobre el destino de mi culo y un encarcelamiento forzoso en un lugar ignoto y seguramente inhóspito. ¡Dios Santo! ¿Y si era reo de una secta de sodomitas irredentos? Siempre había vivido bajo la convicción de ser alguien diferente, cualidad cuanto más subrayada por mi entorno, pues desde mi madre hasta los profesores siempre me habían dicho que yo era especial. Este hecho me hizo concebir la precoz idea de poseer un destino que no podía asemejarse al del común de los mortales, y que debía alejarse por supuesto de la pura marginación que sufrían y sufren antes como ahora los espíritus sensibles. Pero, sinceramente, siempre albergué la esperanza de que el hecho diferenciador fuera agradable, y no una reclusión forzosa sodomita… y posiblemente irrespetuosa. Sufrí de nuevo un acceso de llanto que dejó mi chaqueta bajo la decoración de un collage de fluidos corporales. Cuando éste cesó procuré calmarme. Me dije que en mi mano estaba cambiar aquello que otras mentes perversas habían ideado. ¿Quién me había agredido y por qué? ¿A qué golpearme y secuestrarme? ¿Qué tenían pensado hacer conmigo?

Me llevé la mano al bolsillo. Lo suponía: el móvil había desaparecido. Por primera vez inspeccioné con detenimiento mi alrededor, y pasado el susto inicial percibí que no estaba completamente a oscuras. De una ventana a mis espaldas penetraba cierta claridad que iluminaba tenuemente mi figura en la silla donde estaba sentado. Una noche cerrada y sin estrellas hacía el ambiente impenetrable dejando el resto de la habitación a oscuras. La ventana era de cristal y tenía la persiana recogida. No sabía qué ocultaba la zona en tinieblas, así que haciendo acopio de valentía y procurando controlar el temblor de mis piernas me levanté para comprobar que más allá de ella no se veía edificación alguna y que un barranco entre matorrales se abría paso bajo la estructura. Y entonces caí en la cuenta. ¡No estaba atado! Mi alegría fruto de la desesperación fue tal que corrí como un poseso huyendo hacia el otro extremo de la habitación, conducta altamente imprudente pues el muro que la cerraba me cortó el paso a la altura de la nariz con un tremendo golpe que me tumbó en el suelo. Llevándome la mano a mi dolorida probóscide tanteé el suelo de la habitación hasta dar con el arranque de la pared, y siguiendo esa línea con una expectación nerviosa palpé lo que parecía una puerta. Loco de contento me incorporé hasta dar con el picaporte. Cerrado. Valoré las consecuencias producidas por el escándalo al forzarlo. Decidí que atraer al señor de la cicatriz con sus onerosas intenciones sobre mis orificios corporales quizá no fuera prudente. Arrebujado de espaldas a la pared repté por ella con la mayor cautela, desplazando hacia todas direcciones la mano antes de dar el siguiente paso por si hallaba algo nuevo. Y así sucedió. Topé con otra estructura de madera, alta por encima de mi cabeza y ancha como un brazo. Es decir, un armario. Me separé despacio de la pared para deslizarme cual avezado samurái hacia una posición desde la que pudiera abrirlo. Súbitamente perdí el suelo bajo mis pies al resbalar de forma aparatosa, voltear los pies en el aire para adoptar una involuntaria posición horizontal y caer finalmente con estrépito sobre mis riñones. Pasados unos segundos de simple e inhumano dolor exhalé el aire que quedaba en mis pulmones y pude volver a boquear como un pez para respirar. Maldije por lo bajo, y me acordé de la familia del inútil que hubiera desparramado aquel líquido, algo también muy propio de un samurái cuando las cosas se tuercen, aunque la literatura romántica no lo recoja. Estaba cubierto por una sustancia líquida y viscosa culpable de la caída. Especulaba chascándola entre mis dedos sobre su densidad y textura, y conjeturaba qué podía ser. Aproximé mi mano restañada hasta mis doloridas fosas nasales. El olor me era extrañamente familiar y  repelente a la vez. Gateando para más seguridad me acerqué a la ventana. Llegué hasta el ápice de claridad que se colaba con esfuerzo desde el exterior, y con un suspiro en el que se esfumó el poco valor que había conseguido aunar identifiqué de qué se trataba: era sangre fresca.

II

Tras unos minutos de obligado lloriqueo, escalofríos y autocompasión decidí con la parte racional de mi ser llegar de nuevo hasta el armario y ver qué había provocado el charco de sangre. Lo mejor que haría sería solucionar en la medida que pudiera aquel enigma hasta que hallase el modo de escapar. La parte irracional de mi ser en cambio me decía a gritos y con aspavientos que no me aproximara bajo ninguna circunstancia al armario de los horrores. Reuniendo coraje y con el recuerdo de otro de mis referentes manga, el detective Conan (interesante personaje del que podría defender sus excelentes cualidades pero no nos sobra el tiempo ni el espacio), me planté ante el armario y con mano trémula abrí la puerta. Ahora intentaré describir lo que pasó a continuación, ejercicio nada fácil pero beneficioso para explicarme a mí mismo lo ocurrido realmente en unos fugaces momentos. Yo abrí la puerta. El espejo que tenía adherido en su interior reflejó la poca luz existente y me hizo identificar el contenido. El corazón, que se me escapó por la boca del susto, bombeaba a cien por hora. Ante mí apareció un varón de unos 40 años de edad, cabello entrecano aunque frondoso, mirada vidriosa, labios retraídos y morados en un rictus similar a una sonrisa forzada y tez más cetrina que pálida. Su atuendo lo constituía un impersonal traje, sin duda por razones de trabajo. En unas décimas de segundo barajé un sinfín de hipótesis sobre quién era, a qué se dedicaba, por qué gustaba de morar en armarios y estaba ya por presentarle mis respetos cuando el charco de sangre me indicó lo que sucedía en realidad: ¡era un cadáver! El indicio definitivo me lo proporcionó el enorme cuchillo de cocina que sobresalía de su pecho. Comenzaba yo a entonar una nota en forma de grito en do agudo equiparable tan sólo a la alcanzada por los efectos de unos alicates en el escroto cuando observé con los ojos fuera de las órbitas que el interfecto, sin duda libre de su prisión y con nuevos e intrigantes horizontes por descubrir, procedía a vascular en su punto de gravedad para ir a estrechar lazos contra mi cuerpo. Tuve el tiempo preciso para sujetar el mango del cuchillo, que tendía con preocupante decisión a estrellarse contra mis ojos. El resto del sujeto cayó apoyado sobre mí, sus labios en su tétrica sonrisa contra mi mejilla, para un instante después escurrirse desmadejado hasta el suelo y liberar así el arma homicida ensangrentada, que quedaba de este modo en mi mano petrificada. Opté por adoptar tras el susto una postura zen de autocontrol y templanza, es decir, comencé a balancear la cabeza de arriba abajo en rítmicas convulsiones a la par que mi boca esbozaba las más audaces muecas.

III

Nada me había preparado para el terrible estruendo que se produjo al abrirse bruscamente la puerta desde el exterior. Me vi inundado por una luz cegadora, proveniente de unos focos, y un flash fotográfico, -como constataría más tarde-, hizo aparición de entre la nada. Cuando recuperé mínimamente la visión comprobé a través del vano que un grupo de policías, pistola en mano, se había apostado ante mí. ¡Estaba salvado! Esto me hizo esbozar una gran sonrisa, y recuerdo claramente que en mi euforia les dediqué unas palabras de agradecimiento, tal que así:

-      ¡Oh! Los cuerpos de seguridad del Estado, ¡bienhallados! Mi corazón desborda alegría y os saluda con lágrimas en los ojos tras mi horrible experiencia. ¡Gracias!.

Tarde me percaté de que, bien fruto del golpe en la cabeza bien fruto del nerviosismo que me dominaba, en realidad no pronunciaba palabras, sino que balbuceaba, y lo que llegué a pronunciar fue esto: “¡Gl…! Glglgl… glglerp… blep, blep… ¡Agl…!” Probablemente esta primaria manifestación de comunicación unida a que sostenía un cuchillo ensangrentado junto a un cadáver a los pies fue lo que motivó los primeros disparos. Uno de ellos se introdujo en la puerta del armario a escasos centímetros de mis atónitos ojos, haciendo saltar en astillas la madera por el orificio de salida. Otro silbó tan cerca de mis oídos que pude detectar cierta melodía irónica en su recorrido. Mi instinto, generalmente similar en reflejos al del berberecho común, en esta ocasión tocó a rebato, y con asombro de mi mente lúcida mis músculos se tensaron en un salto descomunal para huir hacia la retaguardia. Como el amable lector recordará tras de mí sólo estaba la ventana con un consistente y, puedo afirmarlo, cortante cristal, que traspasé en un estrépito de vidrios rotos que me laceraron la piel sin compasión. En realidad esta sensación desapareció inmediatamente al notar cómo mi cuerpo se desplomaba en caída libre durante unos cuantos metros.  Por fortuna la tierra del barranco que se abría a los pies de la casa, surtida de una interesante colección de pedruscos afilados, amortiguó el golpe. Lo último que recuerdo es rodar durante una eternidad cuesta abajo, entre piedras, matojos y lagartijas, justo antes de perder la consciencia de nuevo.

domingo, 14 de agosto de 2011

LA SENDA DEL FRIKI



Capítulo uno: sobre quién soy y el extraordinario suceso que me aconteció.

I

Dejé el último volumen sobre el estante, no sin antes limpiar concienzudamente de polvo tanto la estantería como la cubierta hasta que pude disfrutar de esos reflejos iridiscentes que me alimentan el espíritu y que son característicos de las ediciones manga. Poseo una de las mejores colecciones de toda la ciudad, como demuestra mi habitación revestida de estanterías desde el techo hasta el suelo, la más avanzada conexión a Internet que me permite estar a la última en cuanto a series y películas (naturalmente en japonés, incluso algunas veces subtitulado al inglés, del que no comprendo una palabra de todas formas) y un sofisticado estilo de ropa inspirado en mis más idolatrados cantantes japoneses del que me siento especialmente orgulloso.

Soy, como me han llamado en más de una ocasión durante los recientes e insólitos sucesos que he decidido consignar aquí, un friki. Siempre tuve claro lo que me complacía, aquello que de bueno me proporcionaba la vida y que yo podía disfrutar en el transcurso de ésta. O dicho de otra manera si lo prefieren, siempre tuve claro que quería ser exactamente aquello que era. Hasta ahora. Pero no adelantemos acontecimientos. Tengo treinta y un años, mi situación económica y personal se podría considerar excelente en tanto cuanto que vivo con mi adorada madre y ella me provee de todo lo necesario, incluido el santuario personal de mi habitación. Una coyuntura económica desfavorable me ha impedido encontrar trabajo, y se ha perpetuado quince años (es decir, desde que formo parte de la población activa), pero no pierdo la esperanza de colaborar con alguna de las publicaciones especializadas en el manga a las que periódicamente envío mis acertadas observaciones sobre ciertos aspectos mejorables de las mismas.

Pero divago con las presentaciones. Como decía, terminaba yo de ordenar mi habitación con la pulcritud que suele caracterizar a las personas espirituales cuando oí la voz de mi madre recordándome que aquella tarde debía acompañarla a hacer la compra. Como siempre su voz, desde que puedo recordarla, tenía algo de perentorio y autoritario que hacía que todo el carácter que pudiera tener yo se esfumara por arte de magia, y me retrotraía a mi infancia. ¿Saben que yo tuve una infancia maravillosa? Siempre fui un niño tímido, y el hecho de que mi madre me inculcara bajo las más severas admoniciones la prudencia más extrema con desconocidos no ayudó precisamente a que desarrollara habilidades sociales. Así crecí yo, sin hacer muchos amigos pues los extraños me cohibían, pero en cambio afortunadamente protegido por mi madre, quien nunca me dejaba emprender ninguna tarea que pudiera suponer un potencial peligro para mí, como subirme a un columpio o cazar una araña. Como consecuencia puede decirse que no soy precisamente ágil (siempre suspendí gimnasia) y además tengo miedo a las arañas. Pero en cambio gracias a eso no me ha ocurrido como a mi vecino, que en una reyerta con otros niños sufrió una pedrada en la cabeza, de resultas de lo cual perdió la capacidad de comunicarse correctamente y sólo dice “blep, blep, blep…”. El pobre finalmente pudo conseguir una de las plazas reservadas a discapacitados entre el personal docente de la universidad. Pero eso es otra historia. Yo me doy con un canto en los dientes (o como se diría en japonés “歯に歌で与えられま”) por ser una persona mentalmente saludable.

Finalmente me enfundé en mi reluciente cazadora, un raro modelo americano retro reintroducido en la cultura pop japonesa y posteriormente reutilizado como icono indie del pop-rock europeo, para acabar cayendo en manos de gente sensible como yo. El forro de piel de yak himalayo da un poco de calor, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en mayo, pero no puedo despreciar las contadas ocasiones que salgo de casa para lucirlo. El caso es que aproveché que las sabias órdenes de mi madre emanaban del salón, a una prudente distancia de la puerta de entrada, para escabullirme e ir a hacer mi compra semanal a la tienda de cómics, en la calle Serrano, probablemente tras mi habitación el lugar donde más a gusto me siento. Limpié con un pañito pulcramente mis gafas y tras encajarlas sobre mi nariz con un delicado gesto de mi dedo abrí la puerta.


II

Hojeaba interesado una de las últimas publicaciones en la tienda cuando advertí el comentario de dos tipos que, cual entendidos, se las daban de grandes conocedores del anime, disertando sobre la longevidad de la serie “Flcl”. No pude evitar levantar la vista, y enarcando una ceja que denotaba los conocimientos adquiridos con tesón y experiencia, les saqué de un error propio de novatos. No piensen mal de mí. No suelo hacer esto a menudo. Bueno… sí, pero en esta ocasión existía una razón para tal conducta. Tras ver con satisfacción como los dos tipos me agradecían con cierta ojeriza la información volví la mirada con celeridad hacia el mostrador de la tienda, donde se ocultaban desde hacía años los anhelos secretos de mi corazón. Allí estaba ella, ordenando los volúmenes de una caja mientras mascaba chicle sonoramente con la boca abierta y se hurgaba de vez en cuando la nariz. Me sentí henchido de orgullo cuando comprobé que no había sido insensible del todo a mi comentario, hecho que deduje de la mirada de soslayo que me dirigía bajo sus largas pestañas mientras chasqueaba la lengua con desprecio y negaba lentamente con la cabeza. Este hecho que se alejaba notablemente de la indiferencia para incurrir en el más halagüeño terreno de la aversión me animó a ir con mi compra hacia el mostrador. Me aproximé temblando por los nervios mientras me inducía seguridad a mí mismo diciéndome que ahora todo parecía ir mucho mejor que en las otras dos ocasiones que me había acercado a ella. Al menos ahora no había ningún indicio de náusea y posterior vómito. Y allí, cuan héroe manga enamorado, como un personaje más de Video Girl Ai, pletórico de romanticismo y dispuesto a declararle mi más encarecido amor platónico y más encarecido aún amor carnal, ocurrió un hecho fatal. Yo toqué con la punta de mis dedos titubeantes el mostrador, ella se incorporó tras revisar su última caja haciendo flotar sus cabellos y clavando en mí sus increíbles ojos verdes, y en el blando movimiento que esto supone pude observar clara y lentamente como sus jugosos pezones botaban hacia arriba y abajo dentro de su cárcel de tela. En cuestión de un segundo sufrí una erección furibunda, que para mi desgracia se hizo bien visible a través del último grito en Japón de pantalones holgados que a bien tuve en ponerme al salir. Rojo como un semáforo dejé precipitadamente mi compra sobre el mostrador y con la mayor rapidez posible me deslicé hacia la puerta sin que el sonido de la risa femenina que dejaba atrás me indujera a volverme ni una sola vez.


III

Al salir de la tienda choqué por los nervios contra un mendigo, quien se hizo a un lado mientras con voz pastosa se disculpaba. Yo me llevé la mano a la cartera para cerciorarme de que su presencia continuaba siendo tal, y me aparté con cierto pudor para enfilar calle abajo sin reparar ni una vez más en él, y poder así dar rienda suelta a mis inflamados dramas de amor alimentados por la mala fortuna que en tales lides me acompañaba. Confieso ser un tanto propenso a sumirme en ensoñaciones, cualidad que he tenido durante casi toda mi vida. Suelen tener rasgos comunes, como el hecho de que indefectiblemente yo soy el protagonista, y de un modo u otro me convierto en el centro de atención de los demás merced siempre a alguna característica sobresaliente que pocos poseen. En esta ocasión, tras el incidente de la tienda, recuerdo con especial intensidad que me complacía yo en una imaginaria muerte que me sobrevenía repentina. Imaginé como brotarían entonces los mensajes de condolencia de personas que antes no se habían dignado tratar conmigo,  y como se presentarían acongojados por la culpa ante mi tumba. E imaginé como una de las personas, de luto riguroso y con lágrimas en los ojos, sería la chica de la tienda, quien ya sólo podría lamentarse ante la fría lápida de un cementerio del cruel destino que había hecho imposible nuestro amor, al no poder ella declarar sus sentimientos a tiempo a un ser tan especial como yo.

Y ya lograba la autocompasión hacerme aflorar una lagrimilla al ojo mientras doblaba una esquina cuando repentinamente tuve la mayor sorpresa de mi vida.

-¡Quieto parao, so friki! –acerté a oír tras la hoja afilada de un cuchillo que situada hábilmente bajo mi gaznate me hizo levantar los pies hasta apoyarme sobre los dedos cual bailarín de ballet, cosa que me hubiera enorgullecido de ser otra la circunstancia.- ¡Dame los documentos!

Yo, que había sido adoctrinado desde niño por mi madre al respecto, extraje con pulso de flan la cartera y le entregué con una sonrisa forzada el carné de identidad. De la bofetada que me propinó inferí con la agudeza que me caracteriza que no se refería a eso. Me hallaba por primera vez en una situación de peligro en la que las probabilidades de salir con bien oscilaban entre un optimista escasas o un más bien realista irrisorias.  Sudé copiosamente en pocos segundos y comprobé que aquello de ver pasar toda tu vida en un instante era cierto. Es decir, ante mis ojos se materializó el rostro enojado de mi madre amonestándome por inútil, vi al matón del colegio robarme el bocadillo y tras todo esto a la chica de la tienda de comics reírse tras mi estela de cobarde virilidad.

Como noté que el miedo comenzaba a apoderarse de mí a través de cierta relajación del esfínter decidí actuar según el aguerrido modelo de mi gran héroe manga, pero a la inversa, es decir, caí de rodillas llorando como la Dama de las Camelias y supliqué por mi vida. El individuo, cuya faz se hacía más expresiva para estos menesteres gracias a una gran cicatriz que se la cruzaba de lado a lado, no pareció satisfecho:

-¡Mira, nenaza, como no aires los documentos ahora mismo te voy a dejar el culo que vas a tener que comerte los garbanzos con un hilo para que no se te salgan!

Yo, que tengo un aprecio especial por la conservación de la forma de mi culo tal y como Dios quiso disponerla, le contesté con voz entrecortada y sorbiéndome los mocos que no tenía ni idea de qué documentos hablaba. Pero que si estaba en mi mano el facilitar o incluso disponer de alguna manera tales, que no dejara por omisión o vergüenza de comunicármelo y con sumo gusto le ayudaría.

Lo último que recuerdo de este lance, tras ofrecer mis servicios a este sujeto malcarado tan educadamente, es un tremendo golpe en la cabeza, y como todo se tornó oscuridad.