A oscuras.
I
Desperté con un fuerte dolor de cabeza, y por alguna razón no pude abrir los ojos. Al cabo de unos segundos comprendí que no había luz. La oscuridad me ha aterrado desde niño, no conciliando el sueño a oscuras hasta bien entrados los dieciocho. Sólo hubo una excepción: aquel día que jugué a las “tinieblas” con los chicos y chicas del barrio con la esperanza de poder tocar las ya rotundamente femeninas peras de Susanita. Pasó más de media hora de magreo corporal hasta descubrir que mi inesperada compañera era Pepito, quien más tardé abriría una academia de bailes de salón. Esta anécdota me disuadió totalmente de cualquier entorno donde mi percepción no pudiera ser clara. Pero vuelvo a perderme por los recovecos de la memoria.
Estaba desorientado y me preguntaba qué había ocurrido mientras me palpaba con cuidado el enorme chichón que sobresalía de mi cráneo. Entonces recordé. La calle, el delincuente y su navaja, y el brutal golpe. Ahora despertaba desvalido y allí donde aquel hombre había decidido dejarme a saber con qué aviesas intenciones. ¡Estaba secuestrado! Sufrí un ataque de pánico, y entre estertores nerviosos evoqué cuan sabias habían sido siempre las palabras de mi santa madre. Y esto a su vez me hizo desear con todas mis fuerzas seguir con mi tranquila vida en casa. Lloré desconsoladamente, pero no al imaginar lo mucho que me echarían de menos, como en mis ensoñaciones, sino de pura desesperación por volver a ser el anónimo e invisible personaje al que tanto apego había tomado. Los mocos me colgaban de la nariz y me limpié como pude con mi estupenda cazadora de forro de yak himalayo. Nunca hubiera imaginado que tan alta prenda serviría para tan bajos menesteres; volví a llorar más desconsoladamente aún. Una afilada navaja, un señor con insinuaciones poco sutiles sobre el destino de mi culo y un encarcelamiento forzoso en un lugar ignoto y seguramente inhóspito. ¡Dios Santo! ¿Y si era reo de una secta de sodomitas irredentos? Siempre había vivido bajo la convicción de ser alguien diferente, cualidad cuanto más subrayada por mi entorno, pues desde mi madre hasta los profesores siempre me habían dicho que yo era especial. Este hecho me hizo concebir la precoz idea de poseer un destino que no podía asemejarse al del común de los mortales, y que debía alejarse por supuesto de la pura marginación que sufrían y sufren antes como ahora los espíritus sensibles. Pero, sinceramente, siempre albergué la esperanza de que el hecho diferenciador fuera agradable, y no una reclusión forzosa sodomita… y posiblemente irrespetuosa. Sufrí de nuevo un acceso de llanto que dejó mi chaqueta bajo la decoración de un collage de fluidos corporales. Cuando éste cesó procuré calmarme. Me dije que en mi mano estaba cambiar aquello que otras mentes perversas habían ideado. ¿Quién me había agredido y por qué? ¿A qué golpearme y secuestrarme? ¿Qué tenían pensado hacer conmigo?
Me llevé la mano al bolsillo. Lo suponía: el móvil había desaparecido. Por primera vez inspeccioné con detenimiento mi alrededor, y pasado el susto inicial percibí que no estaba completamente a oscuras. De una ventana a mis espaldas penetraba cierta claridad que iluminaba tenuemente mi figura en la silla donde estaba sentado. Una noche cerrada y sin estrellas hacía el ambiente impenetrable dejando el resto de la habitación a oscuras. La ventana era de cristal y tenía la persiana recogida. No sabía qué ocultaba la zona en tinieblas, así que haciendo acopio de valentía y procurando controlar el temblor de mis piernas me levanté para comprobar que más allá de ella no se veía edificación alguna y que un barranco entre matorrales se abría paso bajo la estructura. Y entonces caí en la cuenta. ¡No estaba atado! Mi alegría fruto de la desesperación fue tal que corrí como un poseso huyendo hacia el otro extremo de la habitación, conducta altamente imprudente pues el muro que la cerraba me cortó el paso a la altura de la nariz con un tremendo golpe que me tumbó en el suelo. Llevándome la mano a mi dolorida probóscide tanteé el suelo de la habitación hasta dar con el arranque de la pared, y siguiendo esa línea con una expectación nerviosa palpé lo que parecía una puerta. Loco de contento me incorporé hasta dar con el picaporte. Cerrado. Valoré las consecuencias producidas por el escándalo al forzarlo. Decidí que atraer al señor de la cicatriz con sus onerosas intenciones sobre mis orificios corporales quizá no fuera prudente. Arrebujado de espaldas a la pared repté por ella con la mayor cautela, desplazando hacia todas direcciones la mano antes de dar el siguiente paso por si hallaba algo nuevo. Y así sucedió. Topé con otra estructura de madera, alta por encima de mi cabeza y ancha como un brazo. Es decir, un armario. Me separé despacio de la pared para deslizarme cual avezado samurái hacia una posición desde la que pudiera abrirlo. Súbitamente perdí el suelo bajo mis pies al resbalar de forma aparatosa, voltear los pies en el aire para adoptar una involuntaria posición horizontal y caer finalmente con estrépito sobre mis riñones. Pasados unos segundos de simple e inhumano dolor exhalé el aire que quedaba en mis pulmones y pude volver a boquear como un pez para respirar. Maldije por lo bajo, y me acordé de la familia del inútil que hubiera desparramado aquel líquido, algo también muy propio de un samurái cuando las cosas se tuercen, aunque la literatura romántica no lo recoja. Estaba cubierto por una sustancia líquida y viscosa culpable de la caída. Especulaba chascándola entre mis dedos sobre su densidad y textura, y conjeturaba qué podía ser. Aproximé mi mano restañada hasta mis doloridas fosas nasales. El olor me era extrañamente familiar y repelente a la vez. Gateando para más seguridad me acerqué a la ventana. Llegué hasta el ápice de claridad que se colaba con esfuerzo desde el exterior, y con un suspiro en el que se esfumó el poco valor que había conseguido aunar identifiqué de qué se trataba: era sangre fresca.
II
Tras unos minutos de obligado lloriqueo, escalofríos y autocompasión decidí con la parte racional de mi ser llegar de nuevo hasta el armario y ver qué había provocado el charco de sangre. Lo mejor que haría sería solucionar en la medida que pudiera aquel enigma hasta que hallase el modo de escapar. La parte irracional de mi ser en cambio me decía a gritos y con aspavientos que no me aproximara bajo ninguna circunstancia al armario de los horrores. Reuniendo coraje y con el recuerdo de otro de mis referentes manga, el detective Conan (interesante personaje del que podría defender sus excelentes cualidades pero no nos sobra el tiempo ni el espacio), me planté ante el armario y con mano trémula abrí la puerta. Ahora intentaré describir lo que pasó a continuación, ejercicio nada fácil pero beneficioso para explicarme a mí mismo lo ocurrido realmente en unos fugaces momentos. Yo abrí la puerta. El espejo que tenía adherido en su interior reflejó la poca luz existente y me hizo identificar el contenido. El corazón, que se me escapó por la boca del susto, bombeaba a cien por hora. Ante mí apareció un varón de unos 40 años de edad, cabello entrecano aunque frondoso, mirada vidriosa, labios retraídos y morados en un rictus similar a una sonrisa forzada y tez más cetrina que pálida. Su atuendo lo constituía un impersonal traje, sin duda por razones de trabajo. En unas décimas de segundo barajé un sinfín de hipótesis sobre quién era, a qué se dedicaba, por qué gustaba de morar en armarios y estaba ya por presentarle mis respetos cuando el charco de sangre me indicó lo que sucedía en realidad: ¡era un cadáver! El indicio definitivo me lo proporcionó el enorme cuchillo de cocina que sobresalía de su pecho. Comenzaba yo a entonar una nota en forma de grito en do agudo equiparable tan sólo a la alcanzada por los efectos de unos alicates en el escroto cuando observé con los ojos fuera de las órbitas que el interfecto, sin duda libre de su prisión y con nuevos e intrigantes horizontes por descubrir, procedía a vascular en su punto de gravedad para ir a estrechar lazos contra mi cuerpo. Tuve el tiempo preciso para sujetar el mango del cuchillo, que tendía con preocupante decisión a estrellarse contra mis ojos. El resto del sujeto cayó apoyado sobre mí, sus labios en su tétrica sonrisa contra mi mejilla, para un instante después escurrirse desmadejado hasta el suelo y liberar así el arma homicida ensangrentada, que quedaba de este modo en mi mano petrificada. Opté por adoptar tras el susto una postura zen de autocontrol y templanza, es decir, comencé a balancear la cabeza de arriba abajo en rítmicas convulsiones a la par que mi boca esbozaba las más audaces muecas.
III
Nada me había preparado para el terrible estruendo que se produjo al abrirse bruscamente la puerta desde el exterior. Me vi inundado por una luz cegadora, proveniente de unos focos, y un flash fotográfico, -como constataría más tarde-, hizo aparición de entre la nada. Cuando recuperé mínimamente la visión comprobé a través del vano que un grupo de policías, pistola en mano, se había apostado ante mí. ¡Estaba salvado! Esto me hizo esbozar una gran sonrisa, y recuerdo claramente que en mi euforia les dediqué unas palabras de agradecimiento, tal que así:
- ¡Oh! Los cuerpos de seguridad del Estado, ¡bienhallados! Mi corazón desborda alegría y os saluda con lágrimas en los ojos tras mi horrible experiencia. ¡Gracias!.
Tarde me percaté de que, bien fruto del golpe en la cabeza bien fruto del nerviosismo que me dominaba, en realidad no pronunciaba palabras, sino que balbuceaba, y lo que llegué a pronunciar fue esto: “¡Gl…! Glglgl… glglerp… blep, blep… ¡Agl…!” Probablemente esta primaria manifestación de comunicación unida a que sostenía un cuchillo ensangrentado junto a un cadáver a los pies fue lo que motivó los primeros disparos. Uno de ellos se introdujo en la puerta del armario a escasos centímetros de mis atónitos ojos, haciendo saltar en astillas la madera por el orificio de salida. Otro silbó tan cerca de mis oídos que pude detectar cierta melodía irónica en su recorrido. Mi instinto, generalmente similar en reflejos al del berberecho común, en esta ocasión tocó a rebato, y con asombro de mi mente lúcida mis músculos se tensaron en un salto descomunal para huir hacia la retaguardia. Como el amable lector recordará tras de mí sólo estaba la ventana con un consistente y, puedo afirmarlo, cortante cristal, que traspasé en un estrépito de vidrios rotos que me laceraron la piel sin compasión. En realidad esta sensación desapareció inmediatamente al notar cómo mi cuerpo se desplomaba en caída libre durante unos cuantos metros. Por fortuna la tierra del barranco que se abría a los pies de la casa, surtida de una interesante colección de pedruscos afilados, amortiguó el golpe. Lo último que recuerdo es rodar durante una eternidad cuesta abajo, entre piedras, matojos y lagartijas, justo antes de perder la consciencia de nuevo.
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