Capítulo III: Fugitivo.
I
Había caminado durante más de veinte minutos cuando apareció a mi vista la gasolinera. Aunque caminar no es la palabra precisa, ya que el despertarme en un charco de lodo junto al mar rodeado de algas y cangrejos me permitió observar de cerca la inconmensurable belleza rocosa y árida del levante español, a fuerza de trepar y escalar, y en ocasiones rodar, por la pendiente de los riscos hasta llegar a la carretera. Me hacía cruces por estar relativamente ileso, y tener mi cuerpo sólo cubierto por un sinfín de cortes sangrantes y contusiones de diverso tamaño que no me impedían la movilidad. La gasolinera presentaba ese aire postmoderno de estación espacial (con precios de estación espacial) que había sustituido la noble esencia cutre española por otra más multinacional que nos imbuía de orgullo patrio ante la imaginaria prosperidad económica lograda. Alcancé exhausto y tambaleante el surtidor de agua, y con una satisfacción obscena bebí a gollete entre jadeos y aspavientos de alivio, para asombro de un conductor que repostaba a escasos metros. Una vez que me hube saciado y esparcido por todo mi cuerpo el delicioso líquido avancé con la decisión de un pato mareado hasta la entrada del local, donde habían situado unos estantes con los periódicos del día. Antes de poder traspasar la puerta apareció por ella el encargado del establecimiento, en ese momento alias “la salvación” para mi fuero interno. Me abalancé sobre él con preces en la boca y me dispuse gentilmente a explayarle todo el martirio sufrido a fin de que acudiera la policía, pues estaba convencido de que a la luz del día y sin el absurdo equivoco de la noche anterior todo se solucionaría y yo quedaría exonerado no sólo de culpa sino limpia mi honra. En ese preciso instante una imagen impresa en los periódicos, en primera plana, atrajo poderosamente mi atención. La escena me era muy familiar. ¿Quién era ese personaje estrambótico? Me vino a la mente la foto de la comunión sobre el aparador del pasillo de casa. ¡Era yo! Cubierto de sangre hasta las cejas, en una mano el cuchillo de cocina y el muerto a los pies. Dirigía a la cámara una sonrisa de oreja a oreja, resaltada por mis ojos alucinados, lo que me confería cierto aspecto de desequilibrado malintencionado que me ofendió profundamente. “¡El asesino de la sonrisa!” anunciaba la publicación a toda página.
-¿Qué quiere? –indagó de repente el encargado. Con un raudo gesto apoyé mi mano sobre la portada de la pila de periódicos, ocultando en lo posible la fotografía.
-¿Es a mí? –respondí dirigiéndole una sonrisa encantadora, que al calor de la foto que me quemaba la palma troqué en interesante mueca de persona indiferente.
-¡Joer! No, mi prima la del pueblo, si le parece –y para enfatizar la expresión no dudó en sorber sonoramente la nariz hasta el punto de temer por un atragantamiento, hipótesis que se empeñó en demostrar como imposible con un gran gargajo sobre el asfalto, mientras se limpiaba los restos con el dorso de la mano. Miré con desesperación hacia el interior, donde entre otras chucherías hallé un gran número de revistas, libros y entregas por fascículos.
-Yo… yo… ¡quiero una revista!
-¿Y sabes el nombre o jugamos al veo veo para adivinarlo?
-¿Tiene la revista El manga de hoy?
-No.
-¿Anime de hoy y de siempre?
-No.
-¿No somos frikis, somos personas?
-No.
-¿Hentai para onanistas inadaptados?
-No. –entonces, al parecer harto de soportar el peso de su propia ignorancia como complacido le puse de relieve con algunas de las publicaciones de más peso del momento, colocó las manos en jarras y soltó un sonoro bufido con aspiraciones a suspiro.- Tengo la revista Tetas calientes, chochitos complacientes.
-Me vale.
Y giró hacia el sombreado resguardo de la tienda no sin antes despedirse con una mirada de soslayo acompañada por un manoseo de sus atributos viriles que parecía indicar que algo no le cuadraba.
Yo, lógicamente, aproveché para escabullirme lo más sigilosamente posible, pues no me cabía la menor duda de que en cuanto reparara en los periódicos llamaría a las fuerzas del orden, a quienes, tras ver mi foto publicada, ya no estaba nada seguro de querer visitar.
II
Caminaba por el arcén sumido en un mar de dudas. ¡Yo un asesino! Gracias a Dios mis facultades mentales parecían intactas e hice, con el gran sentido lógico que domina mi conducta, lo que me pareció más apropiado. A saber: me despojé de la ropa que aparecía en la fotografía tras un arbusto de la cuneta, le di la vuelta a los pantalones y a mi chaqueta y volví a colocármelos. El forro de esta última, de una suave y cálida piel de yak, me hacía parecer un pastor surgido de las montañas. Esa era mi intención, asemejarme a cualquier otra cosa menos al personaje que aparecía en los periódicos. De todas formas el cuero exterior estaba cortado aquí y allá, cuando no desprendido, y suspiré amargamente por la pérdida de una prenda que tan bien empatizaba con mi cultivada sensibilidad. Comprobé que los cortes de mi piel apenas eran unos rasguños, pero los golpes de las últimas horas me habían dejado magullado y dolorido, con cerúleos cardenales que al verlos me hicieron sorber los mocos de pura grima. No era justo. Yo debería estar mimado y consentido en un hospital, tumbado cómodamente en una cama con las últimas ediciones de mis mangas preferidos y una enfermera de labios carnosos que asomara ligeramente sus encantos sobre mi cara toda vez que me tomara la temperatura. Pero me sumía en ensoñaciones de nuevo. Me dije a mí mismo que el hecho de pensar en mujeres y no en mis heridas era síntoma de que ningún órgano vital estaba dañado, y haciendo acopio de la templanza típica de un japonés medio en la era feudal decidí dedicar mis prodigiosas dotes deductivas a poner las ideas en claro antes de acudir en busca de ayuda.
La cosa estaba así a mi modo de ver:
a) Un matón sodomita había asesinado a una persona.
b) La policía me había confundido con el asesino.
c) Luego yo era sodomita.
No, no, no. Replanteemos lo sucedido. Un delincuente me había confundido con otra persona. Ese delincuente le había dado matarile rile a un señor de traje en el mismo lugar donde había tenido a bien dejarme una vez golpeado e inconsciente. La policía (a la que ahora consideraba falta de paciencia y afortunadamente de puntería) me había tomado en un nefasto lapsus con el homicida por el simple de hecho de encontrarme con el arma y el cadáver. Y ahora era buscado como el enemigo número uno de la ciudad. Tuve en cuenta que mis huellas estaban tanto en el cuchillo como por toda la habitación, que yo estaba allí cuando se produjo el óbito del individuo como a bien tendría en poner de relieve el forense y sobre todo que multitud de testigos policiales y una foto sugerían que yo era una especie de indio salvaje a punto de arrancar el cuero cabelludo a su presa. Si me entregaba para contar la verdad me regalarían unas bonitas pulseras de acero y el juez me proporcionaría mi primera vivienda en una cómoda celda de la cárcel. ¡Y alguien como yo no podía ir a la cárcel! Con diferencia sería la reclusa más cotizada del entorno, y eso no encajaba precisamente ni con el concepto de buen vivir que yo anhelaba ni con las sutilezas románticas de una vaselina aromatizada. Emití un agónico lamento por haber pasado a ser sin comerlo ni beberlo el personaje trágico de una de esas historias griegas en forma de diálogo que leen los carcas. La foto estaba en cualquier quiosco de tres al cuarto. ¿La habría visto mi madre? ¿Qué opinaría? Con diferencia ésta sería la mayor bronca que me echaría desde aquella vez que hice mis pinitos en el manga sobre la pared del salón. Mi domicilio estaría sin lugar a dudas vigilado así como el teléfono pinchado a estas horas. Si acudía allí o intentaba localizarla podía considerarme carne (en el más amplio sentido) de presidio. La evidencia estaba sobre el tapete: necesitaba ayuda.
III
Descendía por una cuesta, tras haber atravesado ya una multitud de chalets y mansiones de la prez levantina que había tenido la bondad de compartir sus riquezas con el resto del vulgo a través del disfrute visual de sus casas (desde fuera, claro). Es curioso, pero esta gente poseía una cursilería rayana en el virtuosismo por la decoración clásica, pero sin pizca de las proporciones que la acompañan. Yo no sabía nada de arquitectura clásica, pero sí de proporciones. Mi gusto por el arte Zen y sus derivados habían hecho de mí todo un esteta de la armonía, y algunos de estos chalets repelían descaradamente la vista. Allí y allá palmeras y arbustos decorativos cuidadosamente podados jalonaban los jardines de exuberante césped. Podía ver ya la ciudad marítima a mis pies, coronada por la enorme mole del castillo de Santa Bárbara, vestigio que al no poseer ninguna de las virtudes arquitectónicas japonesas me la traía al pairo. Sin embargo esa familiar imagen que me había acompañado desde mi nacimiento me sumió en la tristeza. Tantas veces la había visto anteriormente, con mi ordenada y pulcra vida ya hecha, que contemplarla ahora me hizo ser consciente del gran cambio, del drama de mis circunstancias actuales. La ciudad en la que penetraba me observaba con ojos diferentes.
Consideré la eventualidad de pedir auxilio a algún amigo. Vino a mi mente aquel otoño en las aulas, hacía ya más de quince años. Yo me cobijaba en mi confortable última fila, última mesa, esquina más recóndita. Era ésta una posición no tanto instintiva como defensiva, ya que así cubría con dos paredes mis flancos y las collejas sólo podían venir de frente (dicho lo cual me surge la duda de si sería pertinente llamarlo collejas o más bien posee otra acepción más apropiada). Con las narices inmersas en un libro que nadie hubiera creído de tanto interés levanté mis ojos para observar los posibles movimientos en clase. Al girar a un lado lo vi, allá en el otro extremo de la clase, también en la última fila. Una cabeza peinada a raya, con unas gruesas gafas de pasta, y unas narices igualmente curiosas por lo que tenían debajo, oteaba a su alrededor. El libro que poseía en cambio sí que debía ser interesante. Se trataba de una edición con una novedosísima encuadernación, toda llena de colores y personajes por descubrir. Coincidieron nuestras miradas y me sonrió. Él se llamaba Raúl, y en el recreo me explicó que aquello era un manga, un cómic japonés con un estilo peculiar de dibujo e historias absolutamente fascinantes. Yo estaba estupefacto, no tanto por aquel extraño descubrimiento cultural que por una vez había suscitado mi interés, sino por el hecho de entablar una conversación que durara más de un minuto. Celebré aquel acontecimiento con la incipiente madurez que mi edad y carácter requería, es decir, di una sucesión de pequeños saltitos afeminados mientras batía palmas. Desafortunadamente no tuve la prudencia de hacerlo en privado, confirmando así las sospechas de todos mis compañeros de clase. La amistad entre Raúl y yo se afianzó. Poco a poco, en el lento transcurrir de los cursos, se sumaron más adeptos, todos ellos con varias cosas en común: la dificultad por relacionarse socialmente, el pelo a raya y tantos granos en la cara como callos en las manos. Formamos el Club Manga, del que puedo decir con orgullo que yo fui el presidente. Cuando revestí de cierta seriedad institucional el cargo (me adorné con una banda y una medalla de la guerra franco-prusiana) ese veneno corrosivo que es la envidia dio pábulo a los infundios contra mi persona. Pero como siempre he sido una persona comprensiva y conciliadora preferí no alentar con recriminaciones esta conducta, limitándome en silencio a pegar chicle mascado en sus sillas. Por primera vez teníamos sentido de pertenencia a un grupo. Los años se sucedían, todos veíamos a nuestro alrededor que la edad comprendía ciertos atributos como trabajo y quizá alguna relación esporádica o estable, cosa que generalmente, nunca supimos por qué, sólo ocurría a los demás, nunca a nosotros. Bromeábamos con socarronería cuando algún conocido llegaba a tal estatus, para a continuación sumirnos con delectación filosófica en una disertación sobre la última obra hentai (básicamente porno animado). Casi ninguno lograba formar su vida fuera de este ámbito, el único en el que todos podíamos ser alguien y sentirnos reconocidos allá donde los demás nos excluían. Quizá esto mismo provocó las primeras confrontaciones. Todos estábamos deseosos en demostrar que éramos alguien en el único foro donde alguien estaba dispuesto a escucharnos. Las discusiones y afán de protagonismo sobrevinieron cada vez más frecuentemente. Comenzamos a unirnos en grupos más pequeños y a autoexcluirnos por diferencias en nuestra conducta o filosofía de vida (dábamos la patada a aquellos que no conservaban la pureza manga).
Finalmente, en un torneo de soft-combat … Umh… Perdón, creo que antes debería explicar qué es el soft-combat para los profanos que tengan el buen gusto de leer mi historia. Se trata de un duelo samurái entre dos contendientes que luchan por su honor, si bien el hecho de que lo hagan envueltos en colorines y volantes y unas espaditas acolchadas de goma-espuma le resta parte de la seriedad que debiera tener. Como decía, en uno de estos torneos organizado por la asociación Otaku (en esencia aficionado al manga) de la ciudad fue donde definitivamente el grupo se desintegró. Mi combate, contra Raúl, fue ejemplo de ello. Hacía tiempo que nuestras diferencias eran palpables, y la lid desembocó en una sucesión de golpes desenfrenados. En un momento en el que el movimiento de mi contrincante le dejó de espaldas yo aproveché para proporcionarle un elegante, aunque no bien ponderado por el público (quien demostró su ignorancia llamándome traidor), golpe sobre su cabeza, llegando a partir mi espada, con su acolchado y todo, en lo que yo consideré una clara metáfora sobre lo duro de mollera que era el chico. Raúl, haciendo gala del famoso rencor que le acompañó desde la adolescencia, aprovechó mi indefensión y cierta propensión mía a atacar con las piernas abiertas para tomar impulso desde abajo y propinarme un durísimo espadazo en mis partes pudendas, lo que a él le valió ser descalificado por juego deshonesto y a mí una visita a urgencias con un testículo morado (que afortunadamente con el tiempo volvió a su color original). Y ese fue el fin de mis relaciones sociales, hacía ya más de tres años. O lo que es lo mismo en mis acuciantes circunstancias presentes: no tenía a quien pedir ayuda.
Sin apenas percibirlo había entrado en la ciudad y había pasado multitud de calles y edificios. Me hallaba en un barrio nuevo para mí. Cierto nauseabundo olor a colchones quemados me alertó.
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