Capítulo uno: sobre quién soy y el extraordinario suceso que me aconteció.
I
Dejé el último volumen sobre el estante, no sin antes limpiar concienzudamente de polvo tanto la estantería como la cubierta hasta que pude disfrutar de esos reflejos iridiscentes que me alimentan el espíritu y que son característicos de las ediciones manga. Poseo una de las mejores colecciones de toda la ciudad, como demuestra mi habitación revestida de estanterías desde el techo hasta el suelo, la más avanzada conexión a Internet que me permite estar a la última en cuanto a series y películas (naturalmente en japonés, incluso algunas veces subtitulado al inglés, del que no comprendo una palabra de todas formas) y un sofisticado estilo de ropa inspirado en mis más idolatrados cantantes japoneses del que me siento especialmente orgulloso.
Soy, como me han llamado en más de una ocasión durante los recientes e insólitos sucesos que he decidido consignar aquí, un friki. Siempre tuve claro lo que me complacía, aquello que de bueno me proporcionaba la vida y que yo podía disfrutar en el transcurso de ésta. O dicho de otra manera si lo prefieren, siempre tuve claro que quería ser exactamente aquello que era. Hasta ahora. Pero no adelantemos acontecimientos. Tengo treinta y un años, mi situación económica y personal se podría considerar excelente en tanto cuanto que vivo con mi adorada madre y ella me provee de todo lo necesario, incluido el santuario personal de mi habitación. Una coyuntura económica desfavorable me ha impedido encontrar trabajo, y se ha perpetuado quince años (es decir, desde que formo parte de la población activa), pero no pierdo la esperanza de colaborar con alguna de las publicaciones especializadas en el manga a las que periódicamente envío mis acertadas observaciones sobre ciertos aspectos mejorables de las mismas.
Pero divago con las presentaciones. Como decía, terminaba yo de ordenar mi habitación con la pulcritud que suele caracterizar a las personas espirituales cuando oí la voz de mi madre recordándome que aquella tarde debía acompañarla a hacer la compra. Como siempre su voz, desde que puedo recordarla, tenía algo de perentorio y autoritario que hacía que todo el carácter que pudiera tener yo se esfumara por arte de magia, y me retrotraía a mi infancia. ¿Saben que yo tuve una infancia maravillosa? Siempre fui un niño tímido, y el hecho de que mi madre me inculcara bajo las más severas admoniciones la prudencia más extrema con desconocidos no ayudó precisamente a que desarrollara habilidades sociales. Así crecí yo, sin hacer muchos amigos pues los extraños me cohibían, pero en cambio afortunadamente protegido por mi madre, quien nunca me dejaba emprender ninguna tarea que pudiera suponer un potencial peligro para mí, como subirme a un columpio o cazar una araña. Como consecuencia puede decirse que no soy precisamente ágil (siempre suspendí gimnasia) y además tengo miedo a las arañas. Pero en cambio gracias a eso no me ha ocurrido como a mi vecino, que en una reyerta con otros niños sufrió una pedrada en la cabeza, de resultas de lo cual perdió la capacidad de comunicarse correctamente y sólo dice “blep, blep, blep…”. El pobre finalmente pudo conseguir una de las plazas reservadas a discapacitados entre el personal docente de la universidad. Pero eso es otra historia. Yo me doy con un canto en los dientes (o como se diría en japonés “歯に歌で与えられます”) por ser una persona mentalmente saludable.
Finalmente me enfundé en mi reluciente cazadora, un raro modelo americano retro reintroducido en la cultura pop japonesa y posteriormente reutilizado como icono indie del pop-rock europeo, para acabar cayendo en manos de gente sensible como yo. El forro de piel de yak himalayo da un poco de calor, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en mayo, pero no puedo despreciar las contadas ocasiones que salgo de casa para lucirlo. El caso es que aproveché que las sabias órdenes de mi madre emanaban del salón, a una prudente distancia de la puerta de entrada, para escabullirme e ir a hacer mi compra semanal a la tienda de cómics, en la calle Serrano, probablemente tras mi habitación el lugar donde más a gusto me siento. Limpié con un pañito pulcramente mis gafas y tras encajarlas sobre mi nariz con un delicado gesto de mi dedo abrí la puerta.
II
Hojeaba interesado una de las últimas publicaciones en la tienda cuando advertí el comentario de dos tipos que, cual entendidos, se las daban de grandes conocedores del anime, disertando sobre la longevidad de la serie “Flcl”. No pude evitar levantar la vista, y enarcando una ceja que denotaba los conocimientos adquiridos con tesón y experiencia, les saqué de un error propio de novatos. No piensen mal de mí. No suelo hacer esto a menudo. Bueno… sí, pero en esta ocasión existía una razón para tal conducta. Tras ver con satisfacción como los dos tipos me agradecían con cierta ojeriza la información volví la mirada con celeridad hacia el mostrador de la tienda, donde se ocultaban desde hacía años los anhelos secretos de mi corazón. Allí estaba ella, ordenando los volúmenes de una caja mientras mascaba chicle sonoramente con la boca abierta y se hurgaba de vez en cuando la nariz. Me sentí henchido de orgullo cuando comprobé que no había sido insensible del todo a mi comentario, hecho que deduje de la mirada de soslayo que me dirigía bajo sus largas pestañas mientras chasqueaba la lengua con desprecio y negaba lentamente con la cabeza. Este hecho que se alejaba notablemente de la indiferencia para incurrir en el más halagüeño terreno de la aversión me animó a ir con mi compra hacia el mostrador. Me aproximé temblando por los nervios mientras me inducía seguridad a mí mismo diciéndome que ahora todo parecía ir mucho mejor que en las otras dos ocasiones que me había acercado a ella. Al menos ahora no había ningún indicio de náusea y posterior vómito. Y allí, cuan héroe manga enamorado, como un personaje más de Video Girl Ai, pletórico de romanticismo y dispuesto a declararle mi más encarecido amor platónico y más encarecido aún amor carnal, ocurrió un hecho fatal. Yo toqué con la punta de mis dedos titubeantes el mostrador, ella se incorporó tras revisar su última caja haciendo flotar sus cabellos y clavando en mí sus increíbles ojos verdes, y en el blando movimiento que esto supone pude observar clara y lentamente como sus jugosos pezones botaban hacia arriba y abajo dentro de su cárcel de tela. En cuestión de un segundo sufrí una erección furibunda, que para mi desgracia se hizo bien visible a través del último grito en Japón de pantalones holgados que a bien tuve en ponerme al salir. Rojo como un semáforo dejé precipitadamente mi compra sobre el mostrador y con la mayor rapidez posible me deslicé hacia la puerta sin que el sonido de la risa femenina que dejaba atrás me indujera a volverme ni una sola vez.
III
Al salir de la tienda choqué por los nervios contra un mendigo, quien se hizo a un lado mientras con voz pastosa se disculpaba. Yo me llevé la mano a la cartera para cerciorarme de que su presencia continuaba siendo tal, y me aparté con cierto pudor para enfilar calle abajo sin reparar ni una vez más en él, y poder así dar rienda suelta a mis inflamados dramas de amor alimentados por la mala fortuna que en tales lides me acompañaba. Confieso ser un tanto propenso a sumirme en ensoñaciones, cualidad que he tenido durante casi toda mi vida. Suelen tener rasgos comunes, como el hecho de que indefectiblemente yo soy el protagonista, y de un modo u otro me convierto en el centro de atención de los demás merced siempre a alguna característica sobresaliente que pocos poseen. En esta ocasión, tras el incidente de la tienda, recuerdo con especial intensidad que me complacía yo en una imaginaria muerte que me sobrevenía repentina. Imaginé como brotarían entonces los mensajes de condolencia de personas que antes no se habían dignado tratar conmigo, y como se presentarían acongojados por la culpa ante mi tumba. E imaginé como una de las personas, de luto riguroso y con lágrimas en los ojos, sería la chica de la tienda, quien ya sólo podría lamentarse ante la fría lápida de un cementerio del cruel destino que había hecho imposible nuestro amor, al no poder ella declarar sus sentimientos a tiempo a un ser tan especial como yo.
Y ya lograba la autocompasión hacerme aflorar una lagrimilla al ojo mientras doblaba una esquina cuando repentinamente tuve la mayor sorpresa de mi vida.
-¡Quieto parao, so friki! –acerté a oír tras la hoja afilada de un cuchillo que situada hábilmente bajo mi gaznate me hizo levantar los pies hasta apoyarme sobre los dedos cual bailarín de ballet, cosa que me hubiera enorgullecido de ser otra la circunstancia.- ¡Dame los documentos!
Yo, que había sido adoctrinado desde niño por mi madre al respecto, extraje con pulso de flan la cartera y le entregué con una sonrisa forzada el carné de identidad. De la bofetada que me propinó inferí con la agudeza que me caracteriza que no se refería a eso. Me hallaba por primera vez en una situación de peligro en la que las probabilidades de salir con bien oscilaban entre un optimista escasas o un más bien realista irrisorias. Sudé copiosamente en pocos segundos y comprobé que aquello de ver pasar toda tu vida en un instante era cierto. Es decir, ante mis ojos se materializó el rostro enojado de mi madre amonestándome por inútil, vi al matón del colegio robarme el bocadillo y tras todo esto a la chica de la tienda de comics reírse tras mi estela de cobarde virilidad.
Como noté que el miedo comenzaba a apoderarse de mí a través de cierta relajación del esfínter decidí actuar según el aguerrido modelo de mi gran héroe manga, pero a la inversa, es decir, caí de rodillas llorando como la Dama de las Camelias y supliqué por mi vida. El individuo, cuya faz se hacía más expresiva para estos menesteres gracias a una gran cicatriz que se la cruzaba de lado a lado, no pareció satisfecho:
-¡Mira, nenaza, como no aires los documentos ahora mismo te voy a dejar el culo que vas a tener que comerte los garbanzos con un hilo para que no se te salgan!
Yo, que tengo un aprecio especial por la conservación de la forma de mi culo tal y como Dios quiso disponerla, le contesté con voz entrecortada y sorbiéndome los mocos que no tenía ni idea de qué documentos hablaba. Pero que si estaba en mi mano el facilitar o incluso disponer de alguna manera tales, que no dejara por omisión o vergüenza de comunicármelo y con sumo gusto le ayudaría.
Lo último que recuerdo de este lance, tras ofrecer mis servicios a este sujeto malcarado tan educadamente, es un tremendo golpe en la cabeza, y como todo se tornó oscuridad.