NOELIA
Dos filas más allá la adorable y cobriza mata de pelo de Pedro Pérez, cabizbajo y estudioso en su pupitre, era observada por la profesora con el embelesamiento engendrado de una admiración de meses. Era, había sido y, lo peor, cabalmente cabía esperar que siguiera siendo, el mejor alumno de clase. Dos filas más atrás la encantadora Noelia, mi Noelia, petrificaba en su silla con sus ojos hechizados a Pedro Pérez, con ese arrobamiento de la mirada que descansa por una parte en el mérito reconocido y por otra en la esperanza. A mí lo que más me jodía era lo del mérito reconocido. Ese chico era portador de un carisma sosegado, apoyado en la naturalidad de un intelecto descomunal, que inspiraba una simpatía espontánea por doquier. Era el chico más popular ¿Quién no querría ser su amigo? Una quemazón arraigaba con la fuerza de una sanguijuela en mi corazón, dejando en mí como único sentimiento una impotencia fruto de mi timidez y escasas habilidades sociales, que jamás le supondrían una seria competencia (ni a él ni a una hormiga tartamuda).
No podría precisar aquel buen curso de la EGB, pero probablemente yo no era más que un moco de siete u ocho años. A esa edad estaba enamorado de Noelia, otro moco similar pero misteriosamente fascinante, de enormes ojos negros, pelo rebeldemente rizado y respingona nariz, cuya presencia cercana siempre dejaba en mí la reminiscencia de un vago y erótico perfume dulzón (aunque ya entonces tenía la sospecha de que su madre no lo compraba con esa intención). Ella poseía ese tacto de seda hecha con la inocencia propia de los cuentos románticos, y encarnaba con su púdica caída de párpados la materia con la que se trenzaban las virtuosas historias que me habían idiotizado desde pequeño. Pero las fábulas que me habían mostrado cómo debía ser la heroína me dejaban desvalido a la hora de interpretar el papel de galán. En aquel tiempo yo era joven e inexperto, y mis técnicas de seducción se reducían a sistemáticos tirones de pelo en los pasillos entre campana y campana, que, indefectiblemente, culminaban en lloriqueos y lamentos. Tras cada tirón conseguía atraer su atención enmarcada en el óvalo de sus dulces ojos negros, cuyas lágrimas nadaban en la impronta de un aborrecimiento inculpatorio. Ya entonces me sorprendí y pregunté cómo era posible que las mujeres no comprendieran el mensaje de deseo que entrañaban mis clarividentes actos. Más allá el Don Juan mal llamado Pedro Pérez era fruto de las atenciones cortesanas de toda la clase, revoloteando cual míseras polillas entorno a su mesa.
En una ocasión, de igual modo que el gallardo pavo real muestra todo el colorido y belleza de su flamante cola para promocionarse ante su dama, yo tuve la oportunidad de descubrirme ante los demás. El profesor se afanaba en explicar el cálculo de sumas, restas, divisiones y multiplicaciones mentalmente. Yo ese día fijé curiosamente mi atención en sus palabras en vez de hacerlo en las alas de la mosca que revoloteaba por la clase. El profesor puso varios ejemplos prácticos que él mismo resolvía fluidamente. A continuación propuso un ejercicio de competitividad. Daría una única operación por vez, y el alumno que primero la resolviera debía cantar el resultado antes que cualquier otro en voz alta. No sé quién describió la inspiración como algo así como la aportación de todo lo que tu habilidad innata puede dar de sí justo en el momento en que más necesidad de ella requiere la situación. Ese día mi inspiración lució por encima de las mismas musas. El primer ejercicio nos costó a todos un poco, pero tras hilvanar bien el mecanismo que llevaba a la solución el segundo me resultó cuestión de mucho menos tiempo. Esto produjo la sorpresa general de mis compañeros, que girando sus cabezas me miraban un tanto sorprendidos de que su propio esfuerzo sólo se viera recompensado por la mitad del proceso que yo ya había culminado. Eso provocó mi propia perplejidad también: Pedro Pérez estaba clavado en su silla y miraba con una incomprensión desvalida ahora al profesor ahora a mí. ¡No podía dar crédito! ¡Por primera vez Pedro Pérez estaba fuera de combate! El profesor me mira y, tras un “muy bien”, nos lanza en una operación mucho más compleja que la anterior. No importaba. Siguiendo el mismo proceso apenas hubo acabado de dar la última cifra yo ya había resuelto y cantado la solución. Las primeras filas, escaños propiedad de quevedos y cabellos a rayas, se volvieron con el impulso del pasmo que mi genialidad les suscitaba. Provoqué un ligero tumulto general en el que la sorpresa de los alumnos se veía reflejada en el sonrojo del profesor, quien, antes de dar el “correcto” hubo de reconocer que él tardaba un poco más en dar con la solución. Desde el primero hasta el último fui el único de la clase que dio antes con todos los resultados, por delante incluso del profesor. Con el sello del triunfo en mi viso me giré, como un gallo sacando pecho, hacia Noelia, quien no podía permanecer indiferente a mi increíble hazaña. Me equivoqué. Con esa indolencia del movimiento que es la pereza le comentaba a una compañera lo tedioso de la lección.
En el exterior una tranquila lasitud vespertina adormecía las almas de los afortunados que podían disfrutar de la siesta, y en la clase de manualidades los alumnos ocupábamos la interminable mesa donde nos apoyábamos en pié mientras trabajábamos. La beatífica sonrisa de la Señorita paseaba desde los primorosos puestos iniciales, donde su expresión evocaba el mismo tácito júbilo que tuviera Miguel Ángel ante la primera visión del modelo de su David, hasta el rincón más humilde y torpe, donde la sonrisa de la docente se convertía en una mueca difícilmente definible por otra cosa que no fuera resignación, al verme a mí. Los demás alumnos componían de un modo admirable unas encantadoras y coloristas casas de papel, cuyas junturas eran aristas perfectas de tabiques definidos con elaborados sillares de cantería bajo los colores de sus hábiles manos. Observé la casita de Noelia, delicada y sobria a un tiempo, pura en sus líneas mas con el ornato mínimo que no daña la virtud. Dos sitios más allá se distinguía Pedro Pérez por el brillo broncíneo que el único rayo de sol, fugitivo entre moreras, desprendía de sus cabellos al caer casualmente sobre él. Sólo un vistazo bastó para hacerme comprender que si la casita de Noelia era la elegancia, la de este chico era lo que a la música un arpegio magistral que nos imbuye la idea de Dios, la pincelada de un maestro que nos recorre el alma al contemplarla… no tenía palabras; ¡eran las siete maravillas hechas casita de papel! Descorazonado me miré a mí mismo: ese reguero de manchurrones de color informe cuyo rastro, entre barritas de cera aquí y allá esparcidas, venía a dar sobre un amasijo de papel que sólo podría haber sido interpretado como la obra de un chimpancé, y de los menos inteligentes. Fue esa injusticia del azar natural que hacía de unas personas artistas ante todo lo que tocaban con la mayor facilidad y de otros lerdos por mucha constancia que empeñaran lo que me llevaba a aguardar con un terror vergonzoso que me cubría de rubor el veredicto de la profesora. Sólo supe pergeñar una cara de disculpa alicaída ante la impotencia de sus ojos al ver mi obra. Para colmo de males Noelia había aproximado posiciones hacia Pedro Pérez, y pude observar, corroído por la envidia, la alabanza de la que éste era objeto. No tardaron en acudir más moscas alrededor, y ser, como estaba acostumbrado, objeto de la admiración general. En un momento sólo se distinguió un nutrido grupo de alumnos en una esquina de la mesa, y uno solitario, yo, en la otra. Sin embargo una idea comenzó a fraguar febrilmente en mi cabeza. Quizá esa fuera mi oportunidad no sólo para integrarme socialmente sino para tomar contacto más allá del desagrado con el que Noelia venía celebrando nuestros esporádicos encuentros. La coyuntura general establecía un animado debate en torno al mundo del papel y sus misterios. No sería extraño si yo intervenía como uno más. El corazón me palpitaba de la emoción y ante el temor de que mis manos temblorosas delataran mi estado de ánimo las oculté a mi espalda y me acerqué con cautela hacia ella. Me vio, y de mis labios escapaba ya una frase de disculpa para preguntarle sobre su casa, cuando ella protegió la obra instintivamente con sus delicadas manos, y con el temor asomando en los ojos se detuvo esperando alguna nueva agresión cuyo único objeto fuera molestarla. Yo me paralicé, sorprendido ante su respuesta, y avancé con la intención de explicarle que sólo deseaba hablar cuando la profesora, atenta y probablemente desconfiada ante la posibilidad de que ocultara alguna nueva travesura, me cortó tajantemente y me devolvió a mi sitio. Quedé abatido el resto de la jornada, mirando con tristeza infinita las buenas relaciones entre los demás y que a mí me estaban vedadas.
Mis sucesivos fracasos por ser mero objeto de su deferencia, aunque fuera tan sólo una pizca más allá de la repulsión, me hundieron en una fría y oscura fosa de apatía. ¿Qué debía hacer para lograr mi objetivo? ¿Tan difícil era sojuzgar al control absoluto las voluntades ajenas a mi propio y legítimo arbitrio? Algo fallaba. ¿Seguiría siendo para siempre una sombra neutra ante la que el mundo pasaría impasible? Finalmente, cuando la carroñera desesperanza se abatía sobre el despojo que de mí quedaba, se produjo un milagro en clase. El profesor había preparado ese proceso inquisitorial que es siempre para un alumno salir a la pizarra a resolver un ejercicio. El alumno, que en su trayecto meditabundo con el entrecejo fruncido de incertidumbre llevaba escrito el resultado de su gestión, se dispuso ante las restas. Nosotros, una vez que éste hubiera finalizado, debíamos comprobar nuestro propio trabajo. Los dedos del chico se aventuraban vacilantes haciendo garabatos que en su cabeza bien pudieran ser números. Noelia miraba expectante los blancos trazos mientras nerviosa se mordía las uñas. Exhaló una exclamación de decepción: había hecho mal una de las restas. Algo hubo en su rostro excesivamente compungido ante tan nimia situación que me llamó a compasión. Yo, ante la más elemental lógica y viendo que se apresuraba a borrar su propio cálculo, la detuve objetando que quizá fuera el chico quien la tuviera mal. Ella detuvo su gesto, mirándome fijamente, y entonces entendí que dudaba, y que su duda consistía en dar crédito al ser que hasta ahora sólo había sabido molestarla. Finalmente asintió, sin despegar los labios, y atendió el veredicto del profesor. Inmediatamente después éste se apresuró a corregir la operación del alumno, que en efecto estaba mal. Noelia esbozó un estiramiento de la comisura que bien pudiera entenderse como satisfacción, y yo, por primera vez, quizá en mi vida, experimenté una extraña y cálida sensación, una paz sin preocupaciones que en sí ya llevaba implícita su recompensa. Henchido de orgullo ante mi altruista acción que se desmarcaba claramente de los tirones de pelo, me apresuré a mirarla. Desafortunadamente ella, una vez dado el visto bueno a sus operaciones, no había reparado en absoluto ni en mí ni en mi magnánima nueva personalidad. Acabó la clase y salí un tanto apenado por su indiferencia. Pero esa tarde emprendí el camino de retorno a casa con una sonrisa diferente en el rostro. Al día siguiente, al verla aparecer ante mí, reflejando el aura del sol naciente tras ella, sentí ese altruista impulso de quienes han probado una vez la bondad y desean volver a estar en paz consigo mismo y el mundo que les rodea. Reflexioné un momento, y como no se me ocurriera nada recurrí al consabido tirón de pelo, y ella al consabido lloriqueo. Nada más se volvió a saber de otros métodos.
Las adelfas que jalonaban aquí y allá el patio del colegio desprendían en una nevada esos blancos copos que son los pétalos. Fue uno de esos pétalos, más alocado en sus flotantes devaneos que los demás, el que yo seguí con mis curiosos ojos hasta conducirme a la imagen que me rompió el alma. Cayó a los pies de Pedro Pérez y Noelia, bendiciendo bajo su paso la unión que sus manos entrelazadas promulgaban mejor que cualquier otra acción. El choque que se percibe, casi físico, en el pecho, ese violento distender de un corazón al que obligan a tomar su propia extremaunción, no fue el único de mi vida, pero sí el primero. Fue en el patio del colegio, y yo era un moco de siete u ocho años. Sin embargo el recuerdo de que un día ayudé sin desear nada a cambio había de perdurar en mí mucho más tiempo.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario